Desde hace meses se viene dando una pelea entre Venezuela y la Organización de Estados Americanos (OEA) dirigida por Estados Unidos y los gobiernos títeres de turno, cuyo clímax ocurrió esta semana con la derrota diplomática de quienes quieren hacer zozobrar la Revolución Bolivariana.
En mayo pasado, el excanciller uruguayo Luis Almagro —que de progresista pasó a la derecha, se supone que por unos cuantos millones de dólares— encabezó desde su posición de secretario general de esa organización continental un complot para aplicarle al gobierno legítimo venezolano la Carta Democrática Interamericana (CDI).
Los deseos de Almagro —quien propuso en el cargo el expresidente José Pepe Mujica, pensando que llevaría a la OEA el aire fresco del progresismo— son separar a la nación suramericana de las filas de esa institución (como hicieron con Cuba en 1962) para tratar de aislarla del resto de América Latina e intervenir —como han aprobado en la sede de Washington en reiteradas ocasiones— una intervención abierta y quizás hasta militar.
La firme posición de la Revolución Bolivariana ante las acusaciones del Consejo Permanente, reunido el martes 28, logró paralizar, al menos de momento, el plan de Estados Unidos. Almagro y 14 naciones que, quizás presionadas, quizás por cobardía, o porque son enemigos solapados algunos, públicos otros, creían iba a ser una suerte de paseo arreglado de antemano.
Los compinches de la OEA hablan un lenguaje absolutamente diferente al de los revolucionarios venezolanos. Donde los derechistas asentados en Washington dicen “dictadura” el pueblo de Simón Bolívar “democracia participativa”, “violación de derechos humanos” por “justicia ante la violencia derechista”.
Una serie de conceptos antagónicos en las cuales las partes quizás nunca se pongan de acuerdo, como ha ocurrido con Cuba cuando, en un acto de justicia histórica, los gobiernos progresistas le solicitaron en 2009 que retornara a la OEA, pero el gobierno de La Habana, en consonancia con sus principios, rechazó la invitación y aseguró que jamás volvería a integrar ese mecanismo.
Mientras Venezuela envía al mundo mensajes de paz, mantiene un diálogo con la oposición, lucha por sobrevivir en medio de los ataques de guerra sucia, mediática y psicológica; la OEA, siempre embarrada por las inmundicias de la política ultraderechista, intenta derrocar al gobierno de Nicolás Maduro, entregarle el país a dirigentes contrarrevolucionarios y destruir la Revolución Bolivariana, fundada por el fallecido mandatario Hugo Chávez Frías.
De los debates del pasado martes se extraen varias lecturas, entre ellas la denuncia pública del viceministro de Relaciones Exteriores venezolano, Samuel Moncada, quien demostró cómo el congresista norteamericano Marcos Rubio trató de chantajear a República Dominicana, Haití y El Salvador con cortarle la “asistencia” de su país si no apoyaban la antidemocrática acción.
Quedaron al descubierto ese día las posiciones de naciones cuyos gobiernos carecen de moral —porque los acontecimientos lo demuestran— para hablar de derechos humanos, entre ellos México (ocupante del primer lugar en los asesinatos masivos, secuestros, desapariciones), Brasil (viviendo bajo la égida de un político corrupto y golpista), Honduras (donde más activistas sociales y ambientalistas han sido asesinados en los últimos años), Guatemala (en la que el Estado es incapaz de proteger a su infancia y adolescencia, demostrado en el incendio de un hogar de acogida en el que murieron calcinadas 40 menores a su amparo), Colombia (donde han matado a decenas de líderes comunitarios luego de la firma de los acuerdos de paz con la guerrilla más antigua de Suramérica, el pasado año).
Así, podrían ponerse al sol los trapos sucios de quienes intentaron acallar la voz de Venezuela en el ámbito del Consejo de la OEA, sumiso brazo de esa organización que, dijo su presidente, atendió el reclamo de 14 países miembros preocupados por lo que denominan “la situación venezolana”.
Es casi risible, sino fuera tan denigrante la postura de Almagro y sus aliados, que ese grupo de colonias de Estados Unidos en pleno siglo XXI tengan una memoria tan débil como darle prioridad a los asuntos internos de un país soberano, en los cuales no tienen derecho a inmiscuirse, y, sin embargo, jamás alzaran su voz para defender a los que, a lo largo de más de cinco décadas sufrieron intervenciones militares en nombre de la democracia.
Ahí están, como prueba histórica irrefutable, las invasiones a Nicaragua, República Dominicana, Haití, Guatemala y Panamá; que dejaron miles de civiles muertos y que la OEA nunca condenó ni llamó a capítulo a la nación militar más poderosa del mundo; la que, increíblemente, considera a Venezuela una “amenaza inusual y extraordinaria”, según dice en su Orden Ejecutiva de hace dos años el expresidente Barack Obama.
Otra lectura de lo ocurrido este martes es que los miembros reaccionarios de la OEA y su secretario general están conscientes de que Venezuela no torcerá el brazo y luchará por sus verdades, sea en ese escenario o en cualquier otro en que traten de pisotear su soberanía e independencia, dos palabras sin grandes significados para ese país antes de la Revolución iniciada por Chávez en 1998.
Tanto la canciller venezolana, Delcy Rodríguez, como su vice Moncada, hablaron el lunes y el martes, respectivamente, y demostraron que la OEA violó su propio articulado para exponer lo que Almagro califica de “situación venezolana”. El resultado fue la desarticulación de la componenda contrarrevolucionaria.
La reunión resultó un éxito para la diplomacia de Caracas, ya que aunque 20 países acordaron finalmente una moción para “estudiar” lo que ocurre en Venezuela, la llevada y traída Carta Democrática no fue aplicada, ni tampoco se mencionó en el documento la exigencia de Almagro de elecciones anticipadas en ese país, fijadas para el próximo año, ni la liberación de los líderes derechistas presos por incitar en 2014 a la violencia con el plan “La Salida” contra Maduro.
Este fue un episodio más de la lucha entre el bien y el mal, lo nuevo y lo viejo, el neoliberalismo y la economía participativa. No es la primera vez que hay un encontronazo tan peligroso como el ocurrido en Washington cuando casi concluye marzo, pero tampoco será el último.
El gobierno de Venezuela, fiel a sus principios revolucionarios, abrió un debate nacional e internacional —que será puesto en práctica en los próximos días, según la canciller—para determinar si continúa como miembro de la OEA o si sale de ese enjambre de contrarrevolucionarios, aun cuando allí convergen otras ideologías, además de analizar la utilidad de esa institución.
Se analizará si hay razones suficientes para que la OEA siga en funciones, ya que no representa los intereses de sus miembros, sino los de Estados Unidos. Además la región cuenta desde hace varios años con importantes organismos unitarios como la Unión de Naciones Suramericanas y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños.
Almagro, obsesionado por complacer a Washington, tratando de quebrar la institucionalidad venezolana, sabe que Venezuela no está sola en el seno de la OEA ni en Latinoamérica ni en el mundo, donde hay países dignos que están del lado de la verdad y la acompañan en su lucha.
Mientras él y sus aliados burlaban los principios esenciales de la diplomacia, el pueblo de Venezuela estaba en las calles en apoyo a su presidente y su Revolución, la que logró lo que jamás podrán los líderes conservadores que pretenden hacerse del gobierno, y es devolverle la dignidad a la nación.
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