El doctor Salvador Allende, uno de los precursores de los gobiernos progresistas en América Latina en el siglo XX, fue derrocado el 11 de septiembre de 1973 por un golpe militar dirigido por la Embajada de Estados Unidos en Santiago de Chile para evitar, argumentaron, que el ejemplo de Cuba se repitiera en la región. Cuarenta y cinco años después, las heridas dejadas por la dictadura militar están abiertas, mientras el país es gobernado por un político de derecha.
A pocos días, de recordarse la caída del gobierno socialista electo en las urnas y la muerte de Allende, millares de chilenos recorrieron las principales avenidas capitalinas para exigir justicia por los miles de asesinados y desaparecidos durante la dictadura, cuyos victimarios están libres o recibieron el perdón del sistema judicial vigente.
Se estima que 40 000 personas sufrieron, en una y otra intensidad, la dureza del régimen militar entre 1973 y 1990.
En una fecha tan significativa, el actual mandatario, el empresario Sebastián Piñera, una de las personas más adineradas de la nación andina, justificó la acción militar diciendo que “la democracia chilena estaba profundamente enferma” y afirmó que el líder socialista “validaba la violencia”, según expresó en declaraciones a un diario nacional.
Piñera defendió el cruento derrocamiento de Allende “porque sus tres años de gobierno crearon una situación absolutamente caótica”.
Allende, médico de profesión y socialista por convicción desde muy joven, no concluyó siquiera su mandato. Las fuerzas hostiles de la derecha en Chile que respondían, y aún lo hacen a Estados Unidos, planificaron su derrocamiento con una saña pocas veces vista en el subcontinente.
El presidente chileno en el trienio 1970-1973 era un hombre pacífico y conciliador, con confianza ciega en las instituciones y en la ética política. A pesar de su inteligencia y experiencia, y aunque fue advertido por amigos del proceso, no admitió la posibilidad de una ruptura por la vía militar. A la desestabilización interna dirigida contra su administración se unió la evidente desunión en las fuerzas de izquierda en Chile, la misma que dio al traste con la posibilidad de la continuidad progresista luego de la salida de Pinochet, al contrario de la bien orquestada ideología de derecha que actúa de manera monolítica.
Allende, quien prefirió suicidarse antes de entregarse a la tropa fascista que bombardeó en una acción inédita el Palacio de La Moneda, era un admirador de la Revolución Cubana y amigo personal de Fidel Castro, por lo que fue acusado por sus enemigos de querer implantar un sistema político similar al de la isla caribeña.
Chile carecía de condiciones para hacerlo, aunque el presidente lo hubiese deseado, pues carecía de la unión cívico-militar-popular, como la forjada en Cuba por Fidel, sobre la base del pensamiento martiano-marxista y la defendida idea de soberanía e independencia nacional.
El antiguo senador de la República creía con fe ciega en la constitucionalidad, sin vislumbrar, a pesar de las señales de la traición y el derrotismo oficialista, que las Fuerzas Armadas traicionarían sus funciones expresadas en la Carta Magna.
A Allende le tendieron trampas, lo engañaron incluso algunos de los políticos más cercanos, le hicieron un cerco, boicotearon la economía; una lección aprendida a sangre y fuego y que ahora Estados Unidos y sus lacayos latinoamericanos ponen en práctica contra Venezuela.
El soñó con cambios profundos en la estructura socioeconómica de su país. Horas después de asumir el cargo, el presidente socialista recibió a una delegación llegada de Cuba y presidida por el Dr. Carlos Rafael Rodríguez. Esa noche se reanudaron las relaciones diplomáticas entre las dos naciones.
El mandatario que tantas veces viajó a La Habana en su condición senatorial o en tránsito hacia otros países, pudo recibir en la sede de su gobierno a los muchos amigos que hiciera durante años, y que eran aclamados como hermanos por los cientos de chilenos que desde la calle observaban el trajín diplomático, esperando la salida de los representantes de la Revolución Cubana para saludarlos y enviar su solidaridad a Cuba y a Fidel Castro.
Allende se atrevió, porque lo había prometido y cumplió con su pueblo, a nacionalizar el cobre en manos de oligopolios norteamericanos y principal renglón económico del país, lo cual significó un desafío al gran capital mundial, en especial el chileno, de gran poderío interno. Pero hizo mucho más, pues también pasó a la administración popular la banca, los principales conglomerados industriales y dictó la reforma agraria.
Contra su gobierno y su persona se usaron los mismos métodos de aniquilamiento que ahora emplean contra el líder venezolano Nicolás Maduro. A los norteamericanos no les convenía un presidente suramericano que sentara las bases para un cambio en la región. Tampoco podían perder sus muchas propiedades en territorio chileno. Una vez aniquilado Allende, se apoderarían de nuevo de las grandes riquezas naturales del país andino.
La masiva desclasificación de documentos estadounidenses en 1999 y 2000 confirmó la responsabilidad de Washington en el derrocamiento de Allende. Papeles de organismos federales estadounidenses, entre el Pentágono, el departamento de Estado y el Buró Federal de Investigaciones, señalaron que desde su elección en 1970 el entonces presidente Richard Nixon autorizó al director de la Agencia Central de Inteligencia Richard Helms a socavar al proceso chileno por temor a que el país se convirtiera en una nueva Cuba.
La Agencia realizó operaciones encubiertas en Chile desde 1963 a 1975, primero para impedir que Allende fuera electo —sobornando a políticos y legisladores—, luego para desestabilizar su administración y, tras el sangriento golpe, para apoyar la dictadura de Pinochet. Los documentos también revelaron que la CIA pagó 35 000 dólares a un grupo de militares chilenos implicados en el asesinato, en octubre de 1970, del general René Schneider, comandante en jefe del Ejército y leal al político socialista.
PELIGRO EN LA CONFIANZA CIEGA
El doctor Allende confió en que nunca había existido en Chile una relación de odio entre políticos. Se toleraban, convivían, eran conocidos de décadas, reconocían virtudes y defectos. De ahí que invitara a distintos partidos de izquierda a integrar la coalición ganadora de los comicios bajo el nombre de Unidad Popular (UP).
Pronto surgieron los roces entre tales organizaciones. El mandatario no quiso escuchar las advertencias de los jóvenes militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), amigos de su hija Beatriz, quien conocía los ideales de aquel grupo que quiso protegerlo, y al que cerró las puertas.
Ni siquiera advirtió la gravedad de las intentonas militares, derrocadas poco antes del golpe definitivo de Pinochet. En marzo de 1972, las Fuerzas Armadas desarticularon una de ellas, y otra en junio de 1973. Dos meses más tarde, el presidente nombró a Pinochet comandante en jefe del Ejército.
De esa última tentativa quedó la fotografía en que se le ve con un casco militar cubriéndole la cabeza y una ametralladora en la mano junto a varios de sus cercanos colaboradores, que muchos identifican como el 11 de septiembre.
El pueblo sabía, con esa inteligencia que le permite mantener alerta los vasos comunicantes, que se avecinaba un vendaval. Los vientos de asonada contra Allende avanzaban sobre Santiago de Chile.
Habló a su pueblo por última vez desde Radio Magalhaes, horas antes del ataque a La Moneda. La población que le seguía, la mayoría residente en las comunas, esperaba órdenes y armas para defender el proceso socialista que apenas pudo echar a andar. Pero el presidente pidió que retornaran a sus hogares, y con ello desmoralizó la eventual resistencia popular. Quizás pensó en evitar una matanza que él no vio, pero ocurrió los días subsiguientes a su fallecimiento. Muchos revolucionarios llamaron a Allende a La Moneda para ofrecerles resistencia a los golpistas. No quiso escuchar a quienes le advirtieron que saliera de Palacio y ofreciera batalla en las calles.
No aceptó, y con el edificio emblemático incendiado en parte, agujereado por las bombas, sin posibilidades de ganar a tiros su última batalla, cumplió su palabra de que solo saldría de allí con los pies para afuera.
Allende nunca podría comprender que lo que él llamaba “muñequeo” o su capacidad para convivir con éxito entre las fuerzas políticas de distintas ideologías e intereses, estaba destinado en aquellos momentos al fracaso. Pudo más la división interna, la ambición de poder, en gran medida, que el pensamiento sincero de aquel médico que tenía una visión política quizás romántica de su propio país y de algunos de los políticos que le rodeaban.
El sabía que había tocado el corazón del imperialismo norteamericano con sus medidas económicas a favor del país, las misiones sociales, su atención a los pobres. Le tiraron con todo. Huelgas de transporte, del empresariado privado, campañas mediáticas insolentes y mentirosas, traiciones por dinero, militares sedientos de poder deseosos de borrar de la tierra chilena cualquier detalle que recordara el paso de un líder socialista por su historia contemporánea.
Allende murió y dejó tras de sí una dura lección para las futuras generaciones políticas, no solo de Latinoamérica, sino a nivel global.
La unidad es el arma más poderosa que sustenta un proceso progresista, revolucionario y socialista, como fue el que intentó implantar en un país capitalista, burgués. No logró aglutinar bajo un pensamiento nacionalista a su equipo, como también fracasó la presidenta Michelle Bachelet en las últimas elecciones que devolvieron a La Moneda a Piñera.
El legado de Chile a América Latina es absolutamente válido 45 años después de que su mandatario fuera obligado a la muerte. La figura de Allende y el proceso político sucedido en su país no han sido suficientemente estudiados aún ni se reconocen sus valiosos aportes a la lucha revolucionaria actual. Asignatura pendiente para las nuevas generaciones revolucionarias.
*Coautora junto a la también periodista y analista política Nancy Núñez Pírez del título “Chile 1970-1973, la discordia de América Latina!
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