Y si tan honrosa máxima constituye una realidad que ahora mismo materializan miles de compatriotas, ello se debe a que nunca, en nuestro épico devenir, hemos sido un pueblo de indiferentes, mercachifles o mal agradecidos, junto a la tangible potenciación de esa cualidad por la práctica y el magisterio políticos de Fidel Castro y Ernesto Guevara, entre otros singulares herederos de similares figuras universales y universalistas de nuestra historia, como José Martí, Máximo Gómez o Antonio Maceo.
De hecho, jamás los cubanos dignos se sintieron ombligo del mundo ni ajenos a la suerte ajena, como a la vez, han estado siempre abiertos a recibir en nuestras filas a la gente honesta de cualquier rincón del mundo y con igual sentido de la vida.
No obstante, el triunfo de la Revolución Cubana con Fidel al frente resultó una apertura, en inusitada dimensión, de las compuertas solidarias en sus dos sentidos: recibir y dar.
Desde muy temprano supimos de la hermandad concreta que nos llegó de la extinta Unión Soviética y del ex campo socialista europeo, de la República Popular China, y de los pueblos latinoamericanos y tercermundistas, no pocos de ellos aún en medio de la lucha por su total emancipación.
Y ese no sentirse abandonado ante las primeras grandes pruebas por consolidar la recién saboreada independencia nacional, y de compartir la suerte con muchos hermanos de diferentes confines, corroboró la conducta histórica de nuestros próceres y la validez de la política internacional y vertical de la patria renovada.
Fidel fue, sin dudas, el principal forjador de esa línea, que sumó el irrestricto respaldo multifacético de la Mayor de las Antillas a los combatientes por la revolución latinoamericana, a la Argelia agredida apenas instaurada su independencia de Francia, a los defensores sirios contra los agresores sionistas, al heroico pueblo de Vietnam, a Etiopía, y al movimiento de liberación en África, episodio que terminó con la consolidación de Angola independiente, el fin de los regímenes racistas en el sur continental, y el nacimiento de una Namibia libre.
Una ejecutoria que suma la formación en la Isla de decenas de miles de especialistas del resto del Tercer Mundo, de una vertical defensa de los oprimidos y expoliados en todas las tribunas mundiales, y de la epopeya humanitaria que involucra a nuestros contingentes médicos presentes en la lucha contra el ébola en suelo africano, salvando vidas en cientos de naciones como colaboradores permanentes, y por estos días aciagos llegando como verdaderos soldados humanitarios a más de cinco decenas de patios ajenos pero urgidos, para combatir a la pandemia de la COVID-19 en sus momentos más explosivos y tétricos.
Y todo ello, sin dudas, tiene la huella de nuestra historia y de una de las más relevantes figuras políticas mundiales del siglo veinte.
Un legado que, ciertamente, forma parte de todos los que son capaces de sentir como propio el drama y los avatares impuestos por la injusticia, la violencia y las egoístas asimetrías a cualquier ser humano, y que están dispuestos a enfrentarla y a tender la mano al que la requiera sin portar factura alguna.
Valores y señas que ya nos caracterizan como pueblo y nación a escala planetaria, y que las generaciones que ahora toman el relevo están obligadas a defender, cuidar, enaltecer, desarrollar y cumplir, con esa vocación de servicio y entrega de quien sabe de razón y alma que “Patria es Humanidad.”
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