viernes, 27 de septiembre de 2024

Las nuevas rutinas de mis socios de infancia

Apenas les queda tiempo para recordar las tardes de juergas adolescentes o las de pitenes de pelotas cuando éramos unos chamacos, cuando ni en juego soñaban algunos con ser padres...

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández en Exclusivo 14/06/2014
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Día del padre
Ser padres no es solo tener un hijo, sino saber criarlo.

Cuando a uno le piden o, en el mejor de los casos, se le ocurre la idea de escribir algo por el Día de los Padres, hay que encender por completo la luz de alerta, pues se corre el riesgo de que nazcan textos melindrosos, laudatorios a más no poder, santificadores de las paternidades, que te empapan la hoja del periódico o chorrean almíbar hasta por las teclas de tu PC, y mientras mueves el scroll del mouse. ¡Oh, cuídemonos de eso! Muerte prematura de empalagamiento. El empacho no nos los quita nadie. Se los digo yo, que en carne propia lo he padecido.

Igual ocurre el Día de las Madres, el Día de la Mujer, el Día de los Enamorados, el Día de… lo que sea. Somos los reyes de la loa, del viaje a la Luna y más allá con una nota encomiástica que, al hacer justicia a una fecha, pone a los protagonistas por los cielos, en un olimpo que les pulveriza sus razones de carne y hueso. Se subliman entonces esas semblanzas cariñosas, esas redacciones edulcoradas, magnificentes, al punto de una beatificación escritural que de tan sentida, raya en lo risible, lo cursi.

Imagínese, usted, lo que me ha pasado a mí. Una buena amiga me ha pedido ánimos para los padres. Y le digo que mi optimismo es más bien interno, no da para tanto; pero a la vez no soy amante de los silencios que denotan vagancia, ni quiero tampoco caer en ese intento tímido de decir que “quiero a mi papá como a nadie”, que “como él no hay ninguno”, que “da la vida por mí”. Esas perogrulladas suenan ranciosas ya a mis veinte y pico de años, y con más de uno produciendo y leyendo ofrendas croniqueras, pues hay cuestiones obvias que no merecen mucha explicación. Claro que me tiene que defender si yo no le pedí venir al mundo y él me trajo; claro que como él no hay dos personas, sino mi mamá ya se hubiera vuelto loca; claro que lo tengo que querer, ¿o ustedes creen que no es de apreciar tantos pomos de leche, tantas libras de malangas, tantas jabas para la beca, tantos billetitos para la universidad?

Bordeando entonces esa línea divisoria y peligrosa entre el ridículo casi premeditado y el elogio sin contemplación a lo que significa cargar con un “chama” a tempranas edades (no es mi caso, mi caso se vislumbra lejos aún), quiero traer al ruedo, y quizás ellos ni se enteren de que estas letras surcarán en su nombre los mares del ciberespacio, a dos o tres colegas de barrio, “consortes” de empinaderas de papalotes y juegos de bolas, amigos de escapadas al río, que aunque no fueron muchas contaron más por los castigos. Ya ellos ni se acuerdan cuántas veces me rucharon los balines. Yo tenía una bola azul que me la hicieron astillas por completo; yo fallaba de vez en cuando, o rectifico, de vez en cuando sacaba tres o cuatro boliches del círculo de juego, pero a mi puntería con la uñita había que decirle “usted”.

Resulta que estos buenos amigos de mofas e inventos de muchacho, ya no son tan muchachos como a veces me creo yo, que como no tengo perritos ni gaticos a los que buscarle qué comer ni me preocupo todavía por culeros desechables, sigo pensando por momentos en que “el mondongo es carne”, no porque ellos presupongan que yo quiera darme una hartera de lo que ustedes saben, sino porque me ven con otras “luchas”, otras preocupaciones que nada tienen que ver con las de ellos.

Me dio risa, y hasta me puso meditativo, lo que me dijo con contentura y asombro un consocio de la Primaria hace pocos días: “Oye, qué tu esperas. Ponte pa′ esto que te va a coger tarde. Ya ahorita estamos con más de treinta. Mírame a mí con dos ya”. Y considero con buena intención todo lo que me espetó el amigo, pero sigo confiado en mis arrestos, en lo que ellos llaman otras luchas, otros aferramientos que rompen de algún modo con las tradiciones de progenituras veinteañeras en nuestra comarca guajira. No es un capricho ni una suerte dejada a lo que sea; es la oportunidad del aprovechamiento para asumir otras paternidades de nuevo tipo o descubrimientos que van más allá. No es una aspiración tirada al libre albedrío, es un acto de defender las horas de la vida, que no significa que porque un hijo hubiese aparecido antes, como casi me ocurre en la Universidad, dejaría de acunar la experiencia como el más padre de los padres, como el mío, que todavía se inquieta cuando pasa días sin saber de mí, a pesar de todo lo “tarajayú” que estoy.

Mis amigos de barrio, mis socios de jugaderas infantiles se han hecho padres. Y aunque pudiera parecer que ha sido en un abrir y cerrar de ojos, para ellos ha pasado el tiempo en su justa medida, en la dimensión cronometrada de los sacrificios más intensos. Ya cuentan sin cuentas que valgan las noches de desvelo; las perretas del bebé en plena madrugada con un dolor de oído que ojalá les hubiera reventado el tímpano a ellos; los quejidos sin saber por qué: si es un dolor de estómago, si es catarrito que le va a caer, si es la garganta por la que el niño no puede tragar, si es travesura y majadería de muchacho resabioso que a esa hora se le vienen encima herencias no muy simpáticas del primo serio, el abuelo bruto o el tío abuelo cascarrabias.

Mis amigos de barrio tienen nuevas rutinas, adquieren poses de hombres de casa, de tipos con deudas domésticas. Y de verdad las cargan con responsabilidad. Se levantan los domingos y van a la feria a garantizar las provisiones más urgentes de la semana. Se desternillan el cerebro sacando cuentas para comprar al precio menos triste el pedacito de carne, la libra de malanga y la tajada de calabaza para que el puré no sea una mezcla alabanciosa que le juegue una servida de ingenuidad al paladar. Los niños son ingenuos y debemos retozar con ellos, pero no para tanto.

Y ves que hasta los que les costaba trabajo decir un chiste ahora hacen piruetas y se las dan de “pintamonos”. ¡Cómo cambia el tiempo! ¿Quién los iba a imaginar poniéndose trapos en la cabeza para simular que ahí viene el lobo, o el hombre del saco que se lleva a los bebés que no se lo comen todo? Resulta gracioso cuando tararean “el arrurú mi niño”, sin que esta vez les preocupe el chucho que años antes hubieran podido darle por eso de “Duérmete, pedazo de mi corazón”, con una ternura que los pone en trance con aquellas sartas espeluznantemente jocosas que entre los muchachos del barrio era motivo de burla y “berreadera” segura.

Por eso hoy, cuando alguien me ha pedido que hable en nombre de los padres, que mire a ver cómo me refiero a ellos sin que caigamos en los contrasentidos retoriqueros con los que a veces asumimos las fechas, no puedo sustraerme del cariño y el respeto que me despiertan mis camaradas de siempre, los vecinos de juegos carretoneros, los que este domingo serán felicitados, aunque de seguro no podrán dejar de ir a la feria ni al mercado, ni a los mandados corrientes de una cotidianidad que les ha complejizado el tiempo y multiplicado los afectos. Son y no son los mismos. Hacen mucho más que antes. Y se cansan y sufren y resabian y pelean por momentos. Pero no importa que digan lo que digan, ellos están claros de lo que son.


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Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Joven periodista que disfruta el estudio del español como su lengua materna y se interesa por el mundo del periodismo digital y las nuevas tecnologías...


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