Cada día nace una ciudad. La de la víspera ya no es la misma que la que amanece, aunque sus calles permanezcan inmóviles y se escuchen los mismos pregones, a la misma hora, en los mismos lugares. Con la salida del Sol la urbe asume nuevas personalidades, el rostro varía de acuerdo al alma en la que encarne.
- Consulte además: El espíritu ateniense de la ciudad de Matanzas
Una ciudad vive al compás de su gente, respira al unísono de sus hijos, adopta para sí los olores, los recuerdos, las perturbaciones y alegrías de quienes la habitan o pasa inadvertida en medio de la carrera de resistencia que les impone el día a día.
Ella no es más que remembranzas y nostalgias, agrupadas cronológicamente por barrios y épocas, como si desde un álbum con fotografías en sepia nos gritaran las memorias de otros tiempos más halagüeños.
Crece cada día esta ciudad en la que todos los caminos conducen al mar; en su corazón pueden adivinarse los misterios de sus puentes y ríos, la nostalgia de sus poetas, la clarividencia de la cultura auténtica y hermosa que hoy lucha por imponerse.
Y, ¿qué es Matanzas sino expresión de sus hijos, de los buenos y malos? Como los padres, la urbe no hace excepciones en sus cariños y los acoge a todos: a los que arrancaron piezas y valores al conjunto escultórico del parque, a los que luchan por devolverle al Velasco las proyecciones cinematográficas, a los que derribaron a Piet Hein de su pedestal y a quienes lo devolvieron a su lugar donde custodia la inmensa bahía, ahora más rozagante; a aquellos que vaciaron los fondos de la Gener y Del Monte y los que asumieron como suyas escaleras de mármol, muebles, cuadros y vajilla del Louvre y también a los que se empeñan en regresarle el esplendor a sus edificios patrimoniales.
Es también los niños que, con sus uniformes limpísimos, van cada mañana a las escuelas; las embarazadas que, con ese caminar característico, se dirigen a su consulta de rutina o la “seño” va presurosa a recibir a los niños en el círculo infantil.
Y también es las personas cuyas miradas desesperanzadas nos desarman desde la acerca donde pasan el día junto un frasco medio vacío mirando a todas partes en busca del milagro de la compasión, los convivientes que pasan los días observando el techo que en cualquier momento puede desplomarse sobre sus cabezas y los trabajadores que “luchan” el transporte para atravesar la geografía yumurina para llegar a sus destinos y ofrecer sus servicios.
También renace esta ciudad en los hombres y mujeres que vuelven invariablemente, en los que siempre están para ella, en cada función de un Sauto magnífico, en la permanencia y autenticidad de la botica del siglo XIX, en la iluminación que realza los puentes, en los artistas que hacen de este un lugar único.
Se niega a bajar su corona frente a las calles que, alejadas del centro histórico y del renovado corredor turístico, permanecen sucias, algunas pestilentes; no se resigna a los colores estridentes que la apartan de la imagen sobria que, desde la segunda Plaza de Armas, siempre distinguieron su porte señorial.
Se queja hasta el cansancio de los jóvenes que se lanzan de sus puentes, de las aceras rotas, de las basuras que contaminan sus ríos, de los baches en las calles, de los edificios y sitios modernos que rompen la elegancia de su entorno neoclásico, de la desnudez de los árboles de Tirry, de los muchos edificios que sienten las fracturas de su cuerpo y asisten a su lenta e invariable muerte por inercias o déficit presupuestarios.
Esta Matanzas Dormida, más silenciosa que de costumbre a pesar de los alaridos de bocinas cuyas músicas no pueden hacernos olvidar la ausencia de quienes, muy lejos del aroma a salitre y color azul de la bahía, la dejan cada vez un poco más huérfana.
Esta Matanzas que en medio de contingencias económicas, de presupuestos exiguos y el esfuerzo sostenido de hacer más con menos, intenta no olvidar su pasado de reina, lucha por perpetuar su vocación cultural, el buen gusto de sus hijos, la admirable belleza de sus inmuebles, la esencia de su patrimonio e historia.
Cada día le nace una Matanzas a esta Matanzas que retoña en todos sus hijos, los de aquí y los de allá, como la ceiba centenaria de la Catedral. Cada día le nace una Matanzas a esta Matanzas. De nosotros, sus hijos de ahora, depende que ese espíritu ateniense no perezca antes del próximo alumbramiento.
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