Llegamos a la cima del cerro de Maboa, violando el cronograma del día, justo cuando el sol se encontraba en su zenit. Veinte minutos pasaron entre la primera y la última fotografía.
El parqueo estaba vacío, salvo unos santiagueros que nos ofrecieron unas piedras de las canteras de cobre. Las aceptamos. Bordeamos por el camino de grava con la vista de la Loma del Cimarrón a lo lejos, interrumpida por algunos camarines cercanos. Viramos a nuestra izquierda y estábamos frente a la entrada del Santuario de Nuestra Señora de la Virgen de la Caridad del Cobre.
Cuando la vista se recuperó del resplandor y se acomodó a la opulencia que acostumbran las iglesias, ahí estaba nuestra patrona dorada en la parte más alta de la capilla, visible desde todos los rincones del salón. Luego de apreciarla, ya no quedaba tiempo para el resto. Envidiábamos a los que llevaban un rato en los resos, algunos vestidos de amarillo, con velas y flores, que compraron abajo en el pueblo.
La luz de los vitrales llega a las ofrendas y otras reliquias que se exhiben en las cámaras laterales. Muletas, estetoscopios, artículos deportivos y militares… una medalla de Premio Nobel de Literatura otorgado por la obra completa.
Salimos, nos esperaba el resto del equipo al final de la escalinata impaciente. Entre las columnas de la entrada estaban los hombres de las piedras de cobre, requiriendo alguna “ayuda”.
No fue una visita grandilocuente, por así decirlo. En otro momento, otra experiencia, traeremos una historia diferente.
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