Vivimos en un sistema–mundo donde las emociones y los afectos son envasados y comercializados, se explotan para generar ganancias. Donde la música y los famosos se instrumentalizan con fines de dominación. Se constituyen en mercancías, pero en una mercancía especial, con valores agregados y bien explotados por las elites.
Estamos frente al “Capitalismo afectivo”, término usado por teóricos como Eva Illouz o Byung-Chul para describir al sistema económico preponderante, dentro del que aspectos no materiales de la vida se convierten en bienes transables en el mercado. Se opera bajo una dinámica que transforma las experiencias íntimas y subjetivas en productos o recursos económicos, con implicaciones éticas y estéticas, políticas y psicológicas, profundas y trascendentes, a escala global.
Los afectos, como las experiencias más personales, devienen en productos comercializables, influyendo tanto en la creación como en el consumo de las mercancías culturales. Las celebridades del mundo del entretenimiento sirven para re-producir deseos y consumismos, al mismo tiempo que fungen como vehículos para la mercantilización de las emociones y reconducción de los afectos.
La música se ha convertido en un producto que se vende más que por su calidad artística, por su capacidad para evocar emociones registrables, para generar reacciones en las plataformas digitales. Canales de distribución como Spotify y YouTube, miden y monetizan las preferencias emocionales de los usuarios, transformando la experiencia musical en meros datos, en estadísticas a tener en cuenta para el mercadeo de las marcas, de las musicales y de otras más.
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Bajo esta lógica, se reciclan las fórmulas, se promueve una producción audiovisual provocativa, movilizadora de emociones en los primeros segundos. Los artistas se ven presionados a crear contenido que se ajuste a las demandas del mercado, a los algoritmos, sacrificando la autenticidad y la diversidad artística.
Los consumidores son incentivados a buscar experiencias emocionales inmediatas, lo que puede llevar a una falta de profundidad en la apreciación musical y a una dependencia a lo que dicta la Industria, con la voz y la imagen de sus ídolos.
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Las experiencias emocionales y los hábitos de consumos de las celebridades se utilizan para generar conexiones afectivas con el público. Mediante las redes sociales virtuales, canales idóneos para interactuar directamente con sus fans, se crea una sensación de familiaridad que engancha y acrecienta su capacidad de influenciar. Aunque, a menudo, esta conexión es gestionada por equipos de expertos, de social media, que curan y planifican las publicaciones para maximizar el impacto emocional y comercial.
Su identidad o su imagen pública se gestionan para maximizar su valor en el mercado. Se asocia su marca con emociones específicas, generando un consumo basado en la identificación y en el deseo de imitarlos. Su intimidad se convierte en parte de su marca, en un producto más dentro del mercado global. A expensas, muchas veces, de exponer o sacrificar su privacidad y su salud mental. Al ser obligadas a performar sus emociones para cumplir las expectativas del mercado, a gestionar o simular emociones, a mostrarse siempre bellos y felices.
Las emociones genuinas son reemplazadas por otras falsas. Sonreír en alfombras rojas, mostrar gratitud a los fans, se dicta en los guiones corporativos.Se exige una “autenticidad” mercantilizable, para mantener la relevancia y el engagement de la marca.
Celebridades, como Adele, Billie Eilish, Demi Lovato y Selena Gomez, han sido víctimas de este desgaste psicológico. Aunque estas propias luchas por su salud mental, han devenido luego en más contenido emotivo.
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Plataformas como Instagram, TikTok o Facebook estimulan monetariamente la validación emocional, mediante las reacciones de los cibernautas. La aprobación, con likes, comentarios y shares, se traduce en tiempo de usuario, vendido a los anunciantes; la capitalización de la atención, de números indicativos de su capacidad de influenciar, posiciona a las marcas musicales y acrecienta su valor de cambio.
A través de sus historias en Instagram, al socializar hasta su ropa interior, sus tatuajes y heridas más íntimas, o su levantarse ante las adversidades, se arma y distribuye una apariencia cotizable, un contenido que manipula las emociones del público. Reality shows y transmisiones en vivo que generan tráfico y que también refuerzan la dependencia emocional de los usuarios con estos fetiches, alimentando en consecuencia el ciclo de consumo.
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Devienen, así, en agentes claves en la mercantilización de las emociones. Actúan como modelos afectivos, influyendo en los gustos y en los comportamientos de sus adoradores. Así, con los “famosos” los consumidores se orientan, al direccionan sus preferencias con ese deseo insaciable de parecerse a ellos, de lucir como ellos y comportarse igual. Así estos ídolos, símbolos densos y concentrados emocionales, hacen atractivas las mismas narrativas que expanden los spot televisivos, que se repiten una y otra vez por las grandes pantallas que inundan las ciudades.
Fidelización estratégica que se traduce en beneficios económicos y también subjetivos, para los mandamases de la Industria y sus aliados de clase.
El capital extrae y explota no solo el trabajo físico o intelectual, sino también el trabajo emocional, afectivo y relacional de las personas, convirtiéndolo en otra fuente de ganancia. Se apropia de la gestión y la manipulación de las emociones, capturan el valor social generado por el "trabajo emocional” y el “trabajo afectivo”. Hablamos entonces de una plusvalía que se suma a las otras.
Mientras se vende la idea de que "lo personal es lo más importante", se colonizan las vidas individuales. Se incita a los seguidores a autoexplotarse, a gestionar las emociones en proyectos de optimización, tal cual enseñan estos dioses manufacturados por la Industria. Bajo esas lógicas aplastantes de productividad y rentabilidad que estas celebridades promueven.
En esta "sociedad del rendimiento", se obliga a los sujetos a ser felices, empáticos y resilientes, como estos “famosos” parecen ser. Y quienes no pueden "vender" emociones positivas resultan personas “toxicas”, son estigmatizados. Se politizan ciertas emociones, se incita a verlas como fallas individuales y a no a entenderlas como síntomas de un sistema macabro que vacía a los sujetos, que le roba el tiempo, el cuerpo y el espíritu.
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