A mí me encanta abrazar… ¿A ustedes también? Sé que algunas personas rechazan esa cercanía confiada, incluso con sus parejas, y aún no logro entender cómo se puede ir por la vida sin estrechar otros cuerpos y potenciar sus alegrías o recibir/dar consuelo, por ejemplo.
Yo soy abrazona y tengo gente a mi alrededor que me sigue la rima. Jorge, por supuesto, y amigos como Rache, Juan el meditador, Isa, Rodin, Yasmani, Rene, Cary, María, Sandor, Liyipsy, Annay, tía Miriam, Péglez, Montesol, mi nuerita…
MaryD es de las que se pasa: cuando ve a Jorge sale corriendo y le salta encima, y al minuto parece un racimo de besos colgado de un baobab. También Rocío, nuestra niña bayamesa, da unos abrazos de 10 en la escala de Ternura, y Dennis, mi hijo espirituano, podría trabajar en una empacadora al vacío.
Hoy es el Día Internacional del Abrazo. Si la timidez no te dejaba tomar la iniciativa, ahí tienes un buen pretexto para empezar a usar esa valiosa fuente de salud mental, emocional y física.
Rompe tus límites y abraza incluso a personas que no conoces, como hacemos en El Arte de Vivir, y verás que sí resuenan, porque tus átomos y los suyos ya compartieron enlace en algún otro cuerpo, animado o inanimado, tal vez miles de veces desde que el universo nos acogió bajo esta inmensa gravedad planetaria.
Son tan importantes esos apapachos que algunas personas se dedican a darlos de manera profesional, o mística, y logran vivir de eso porque lo hacen con autenticidad, con blancura aleteante en sus pechos sanadores.
Yo atesoro abrazos inolvidables, unos felices, otros tristes… todos mágicos; capaces de transmitir en un instante millones de gigas de información sobre el estado emocional de alguien, o su historia de vida, o su necesidad de que le compartas tus ganas de vivir. Y viceversa.
Entre esos cuentan el que compartí con Rache el día de la muerte de su madre. El que me prodigó la argentina Hebe de Bonafini, presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, a la salida de la facultad de Periodismo de la UH. El de Jorge, cuando rompí a llorar escuchando Te conozco. El de Luna, mi perrita, cuando la reencontré en la calle, dos meses y cinco días después del robo. El de mi hijo el día de la defensa de su tesis. El de la última despedida de un gran amor que fue por años mi fantasma en el espejo. El de Ismael, el instructor de mi primer curso de Silencio…
No necesito contar más. Recuerdo esos minutos pegada a otro corazón y otra vez me estremezco. Veo a otras personas envolverse con auténtica entrega y me sumo, así sea en la distancia o mentalmente, para recibir el beneficio de su misteriosa conexión.
Por estos días hay miles de abrazos muy lejanos que me emocionan como si fueran propios. Personas que creyeron no volver a contemplar el Sol y de pronto se reencuentran con algunos de sus seres más queridos, sobrevivientes gracias a un atisbo de cordura en medio de tanto cinismo genocida en Medio Oriente.
Luego, cuando recuperan un poco de sosiego, cuentan a quienes desean entender cómo se conserva la entereza del alma en esas circunstancias, qué les ayudó a respirar día tras día, mes tras mes… y a falta de palabras se acurrucan hasta con la voz, y sus palabras llevan la calidez de más abrazos.
Cuesta cerrar esta crónica, como cuesta salir de un arrullo que quisiéramos infinito. Para sellar el trance, apelo al Libro de los abrazos, de Galeano, cargado de flashazos como las que me gustaría escribir acerca de mucha gente que sin quererlo se hizo historia en Palestina, Siria, Líbano… Y lo haré, en cuanto estén al alcance de mis brazos.
“Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos,
tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada”.
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