En mi infancia y adolescencia me cambiaron de escuela muchas veces: tres círculos infantiles, seis primarias, tres secundarias, dos preuniversitarios… Hubo varias razones, desde mudadas familiares y caprichos míos (como la beca en octavo grado) hasta conflictos con maestras cuyo estilo agresivo no aceptó mi mamá, quien llevaba la voz cantante en esos asuntos para no incomodar al demonio Menéndez.
No voy a redundar en el efecto que eso tuvo en mi estilo tan nómada de existir (hasta en mi propia casa). De lo que quiero hablar es de un personaje que coincidió conmigo en varios de esos cambios, cuya existencia tomó un giro inesperado; incluso para él.
Hace poco nos cruzamos en la calle (vive entre Londres y Australia hace mucho tiempo, pero visita a sus padres con frecuencia). Claro que no lo reconocí, pero él a mí sí: gritó mi nombre con tanto entusiasmo que me contagió, y le correspondí con su mote de entonces en cuanto me cantó un pedacito de la canción con que solía remedarme para bromear.
“¡¡¡Socotroco!!!”, dije sin pensarlo, y espero que el abrazo efusivo haya servido para compensar mi falta de tacto, porque ese feo apelativo es el único que recuerdo desde que estaba en el último jardincito, donde terminamos el prescolar.
El muchacho no era malo, pero según las maestras era bruuuto, torpe, retrasado y un sinnúmero de otros insultos que no dudaban en soltarle delante de cualquiera: nenes del aula y sus familiares, visitas de Educación, transeúntes que nos veían jugar y hasta la pobre abuelita del susodicho, que lo llevaba y traía en cada uno de sus centros escolares.
Su pegote conmigo empezó en tercer grado, cuando ambos llegamos de sopetón a una escuela nueva a pocas semanas de iniciado el curso. Nadie nos conocía aún y sólo yo sabía de su lento aprendizaje, como él conocía mis dotes para la lectura, las matemáticas y las caídas tropelosas, así que, de manera natural, nos juntamos por un par de meses.
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Hasta que las propias maestras (diferentes personas, similares mañas) nos pusieron en puestos separados al final del cubículo y empezaron nuestras tribulaciones para entender: yo la pizarra y él las preguntas de comprobación.
Nadie se dio cuenta entonces, ni hasta muchos años después, que Seboruco era sordo del oído derecho y yo ambliope del ojo izquierdo. Según cotejamos en la reciente conversación, ambas familias nos llevaron al médico para encontrar explicación a nuestras torpezas, pero como estábamos acostumbrados a suplir esos faltantes orgánicos con otras destrezas automáticas, tampoco en las consultas notaron nada inusual.
Así llegamos a la adultez, como “mentes dispersas”, para usar la frase con que un amigo se burlaba de mí por ser zurda de mano y derecha para el ojo del fusil. Pero el camino no fue fácil… sobre todo para él, porque el trato abusivo lo persiguió siempre y le cerró puertas que yo logré abrir a base de elocuencia y figura, admito, para no faltar a la verdad.
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Lo dejé atrás cuando me trasladaron de nuevo, al curso siguiente, pero volvimos a coincidir en séptimo y en noveno grado en dos escuelas diferentes. En esa última yo renuncié a ser maestra, porque mis cuerdas vocales no acompañaban mi vocación, y él encontró su destino en el círculo de interés de carpintería de ribera.
De eso vive hace años: de construir y reparar yates de lujo, y dice que cuando está en el mar es inmensamente feliz porque no hay nada que escuchar en muchas leguas a la redonda.
Yo no recordaba (sus relatos me emocionaron) casi ninguno de los horrores que le decían otros estudiantes, ni cómo lo protegíamos, otra muchachita y yo, en cuanto nos dábamos cuenta. Tampoco sabía de sus amores secretos con aquella chiquilla, que en secundaria empezó a despreciarlo bajo presión del grupo, pero a solas seguían entendiéndose… y por muchos años fue así, al punto de que su lancha de rescate lleva el nombre de esa veleidosa, madre de su único hijo.
Miremos en nuestras escuelas: hoy hay montones de Socotroco esperando encontrar su lugar en la vida, y es triste que quienes están ahí para acompañar y proteger se desentiendan de esa amorosa misión y los dejen a merced del bullying, que suena a nombre nuevo, pero el fenómeno es tristemente viejo y aún no encuentra, en la práctica, su verdadera solución.
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