Temprano en la mañana, cuando aún el sol no se insinúa, la alarma me despierta. Entonces siento el dolor en la espalda por culpa de la mala postura y, también, de los años, ¿a quién quiero mentirle?
Mientras trato de moverme, pienso que esa posición incomodísima en la que estoy recuerda el escorzo de los cuadros de El Greco que con tanto interés estudiaba en las clases de Historia del Arte.
Como puedo, me tuerzo, me arrastro y me libero. Después de colocarme los espejuelos entiendo la razón de mis extremidades entumecidas y mi cuello rígido: el espacio entre mis dos hijos, ese en el que dormí toda la noche, es apenas un filo, un diminuto trillo.
Hace unas semanas que no duermen en mi mismo cuarto. Como siempre me sorprenden –creo con firmeza que a veces madres y padre tenemos más miedos y limitaciones que nuestra prole– se adaptaron muy bien a dormir en su propia habitación.
Fue un proceso respetuoso, les organizamos las cosas a su gusto, y los hicimos partícipes del cambio. Hablamos del espacio propio y de la privacidad. No hubo llantos, los primeros días me quedé con ellos toda la noche. Luego, les dije que la luz del pasillo estaría encendida, y que podrían ir por mamá cuando quisieran.
- Consulte además: "Lo más hermoso ha sido la conexión"
Algunas veces uno de los dos me visita y se cuela en la orillita de la cama, jamás los reprendo por eso. Sé que esas incursiones se irán haciendo cada vez más espaciadas, hasta desaparecer y, por tanto, las disfruto.
Justo por eso, esta semana, cuando mi esposo se fue de viaje de trabajo, compartí, como ellos, la alegría de hacer una acampada en la “cama grande”. Vimos TV, leímos cuentos y nos dormimos después de muchos mimos y “te amo”.
Dormir con ellos no es precisamente cómodo. Como odian taparse, les da frío, y entonces se me pegan, uno por cada lado; termino como la croqueta, entre pan y pan. Y amanezco hecha talco.
Pero, a la vez, hay algo primitivo que da una paz tremenda si dormimos con nuestros hijos: la sensación de seguridad, el sonido de sus respiraciones, los olores de sus cabecitas. No hay instante de amor como ese, aunque te expriman.
Es decisión de cada familia la de asumir o no el colecho y hasta cuándo; todas tampoco tienen las condiciones para plantearse opciones; pero no dudo en dar mi palabra acerca de que compartir el sueño –siempre que sea seguro y placentero para todas las partes– resulta una parte hermosa de la crianza.
Ese trillito en medio de la cama, donde apenas quepo de lado, es el símbolo de la unidad que somos nosotros tres, el pilar básico sobre el que se erige todo lo demás en mi vida.
Angel Alberto
31/3/25 2:54
Estuvo bien 👍
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