Mujer anónima

La premisa de Anon (Andrew Niccol, 2018) es inteligente. Y su estilo es elegante y sofisticado. Pero la situación se vuelve aburrida cuando el espectador nota que no hay demasiado, más allá de la misma atmósfera convencional del thriller distópico de ciencia ficción, que no aspira a ser más de lo que ya es.

Anon es el apócope de anónimo. Toda la película es una defensa de la privacidad de los seres humanos.

A lo mejor en Cuba apenas se está dando este fenómeno, pero en el resto del mundo hay mucho control de lo que uno compra, dónde uno trabaja, dónde uno va, qué tipo de libros lee, con qué personas se reúne. Todo el tiempo te están filmando. Todo se sabe, todo se ve (en Cuba todo se sabe y todo se ve de maneras diferentes, no vamos a menospreciar el poder de observación del prójimo).

El caso es que en este futuro distópico que presenta Niccol, absolutamente todo lo que los seres humanos ven es grabado en una especie de nube digital a la cual la policía tiene acceso. Así… es muy fácil averiguar quién cometió un crimen, porque en vez de tener juicios y testigos, lo que se hace es acceder a una base de datos online en la cual se encuentra todo lo que cada persona ha visto en su vida.

Cada persona menos una. Amanda Seyfried, una hacker que descubrió la manera de evitar que se grabe lo que ella ve. Hace años que vive al margen del sistema —ah, pero si es un filme con trasfondo de denuncia social, qué bonito— y anda por las calles sin que nadie ni nada pueda grabarla.

¿Cómo lo hace? Pues desarrolló un programa que busca su cara y la borra de la memoria de todas las personas que la miran. Con ese nivel de control sobre el sistema, Amanda se vuelve una amenaza de primera categoría. Se convierte en una anarquista.

Alguien que no puede ser controlado debe ser temido.

La premisa del filme, si bien de buen gusto y a tono con los tiempos que corren, cae estrepitosamente más allá del primer acto. Anon es como ese juego súper interesante del que nunca terminan de explicarnos las reglas. Y escuchamos con la ansiedad del que quiere acabar de jugar de una buena vez. Pero en vano: en Anon nunca hay profundidad.

Desde la cara de los actores —tanto Amanda como Clive Owen de vez en vez ponen unas caras en blanco que resultan muy consecuentes con lo poco delineados que están sus personajes— hasta ese tercer acto que provee el final de Anon, la cinta a menudo usa a sus personajes como mascotas de una idea que ni siquiera llega a desarrollar.

Un filme que deja a un lado la lógica narrativa y termina por tanto llegando a su final de manera cerebral y completamente insatisfactoria.