Lo conocí hace años, cuando cursé estudios en el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. El Chino Heras, como le llamaban, era un ser reservado que sonreía a veces y hablaba con una calidez especial. Todos éramos tratados con respeto, a pesar de ser autores inéditos, casi analfabetos en las artes narrativas. Él tuvo tiempos duros y peores que silenciaron su mejor carcajada. Del joven talentoso y optimista quedaban las ansias por la enseñanza, el amor a las letras y esa sonrisa de medio lado. El profe nos llevó hacia regiones de la literatura que permanecían en silencio, demostró de esa manera una constancia y una luz que en pocas ocasiones aparece. Su centro, único de ese tipo en América, no solo constituía una escuela, sino un proceso ético que aspiraba a constituir seres humanos más completos, sensibles, cercanos.
En la casa del profesor Eduardo Heras León había libros por todas partes. Muchos de esos volúmenes eran verdaderas rarezas. Desde ensayos hasta novelas, desde Severo Sarduy hasta Pirandello. Nada le era ajeno. Por ello su esposa, Ivonne Galeano, describía la vivienda como una especie de oasis de cultura que, sin importar el costo de las constantes limpiezas contra el polvo, ofrecía un hermoso espectáculo, el de la cultura en su plenitud, el del goce infinito y el asombro. En esa casa se organizaban juegos entre los alumnos y los profesores, en los cuales se imitaba a autores y cineastas, se buscaban respuestas a interrogantes la mar de ingeniosas y siempre se aprendía. Los premios eran libros, desde los clásicos hasta los más recientes. Eduardo, a pesar de los golpes, creyó en la juventud y su capacidad de ver las cosas como algo distinto y bello. De ahí que dijera que en parte los libros de los alumnos eran también suyos. Había algo asiático en todo eso, algo de la resistencia y la paciencia de los hijos del lejano oriente. Todo el que supiera que el Chino trabajó en una fundición de acero y que ahí forjó un taller literario y todo un movimiento cultural tenía que reconocer en aquel hombre la huella de lo sobrenatural.
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En uno de los cuentos que Eduardo nos leyera para mostrarnos las técnicas narrativas había un personaje que deseaba convertirse en un Sennin, o sea en un ser mitológico capaz incluso de volar sobre las montañas del Japón. Se trataba de un joven que, a pesar de los golpes de la vida y de resultar repetidamente engañado, terminaba saltando al vacío y, para sorpresa de todos incluyendo a los lectores, lograba su objetivo. La narración concluía con el ser mítico saludando al mundo desde las nubes y perdiéndose en el horizonte. Heras leía ese pasaje con un brillo especial en los ojos. Su voz temblaba un poco cuando el personaje ascendía ante la incertidumbre de quienes lo subvaloraron. El cuento, titulado Sennin, era del autor Ryonosuke Akutagawa y expresaba de alguna forma la metáfora de la propia vida de Heras, obligado a volar en la peor de las circunstancias y haciéndolo con toda la fe y la brillantez posibles. Mostrar la realidad a través de narraciones era el fuerte del profesor y siempre lo teníamos presto a ilustrarnos con esas inventivas suyas o tomadas de la inmensa literatura universal.
Eduardo solía decir que los creadores nos nutríamos de lo peor de la humanidad, que hay algo carroñero en nosotros, pues hallamos entre los cadáveres el alimento para establecer mundos paralelos en los cuales se imponga la verdad de la belleza, que no es lo mismo que la cruda realidad. En esa búsqueda constante de la verosimilitud, en ese hallazgo fabuloso, Heras no cejaba jamás pues le iba la vida. Quienes lo conocimos tuvimos el privilegio de saber que era un hombre existencial que escribía desde la visceralidad de su esencia y desde el dolor de la experiencia. En otro de sus cuentos, un personaje atribulado por los tiempos de escasez halla una pizzería fantasma en medio de La Habana y allí puede degustar de lo mejor de la cocina italiana antes de caer fulminado por un infarto. El hombre, uno de esos seres rotos de la literatura, expresa quizás una época ya enterrada en su momento, pero que se niega a desaparecer y camina entre nosotros con la tozudez de los grandes sucesos. Eduardo, de esta forma, se erige en el narrador de la metafísica de la derrota y así es como corona su victoria contra el fatalismo y los malos deseos de quienes trataron de silenciarlo. Esa era, que no es la de Heras, sino el momento maldito, el terrible instante de la incomprensión y de la mancha, del error y de los malos. Todos, de alguna manera, hemos sido Eduardo y la guerra ha tenido nuestro nombre.
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Una de las enseñanzas era esa, la de la persistencia a pesar del miedo, de la derrota, del frío, de que nos quedemos solos. Quien haya pasado por el Centro Onelio tendrá que reconocer que allí no solo se aprendían de las cuestiones técnicas, sino de aquellas que atañen a los mecanismos más profundos del alma. De ese lugar, una escuela extraña, se salía renovado, como si fuese una solución salomónica a todos los asuntos de la vida. De hecho, recuerdo a una joven que tuvo varios intentos de suicidio y que reconocía que en las clases de Heras encontró la esperanza y los deseos de expresarse a partir de las narraciones. La literatura como hecho filosófico y ontológico que nos llena de sentido y que posee una teleología inigualable entre la muerte y la pulsión del placer.
Por eso, cuando Heras decidió emprender el vuelo y ser ya de manera definitiva un Sennin, muchos miramos hacia el horizonte. Intuíamos desde hacía tiempo que su esencia no era de este mundo ni poseía los defectos de la carne, sino que aspiraba a un grado de perfección mucho más metafísico y etéreo. Como el personaje de la mitología asiática, el narrador voló con tan solo mostrar sus muchos sueños. Los libros no escritos, en los cuales iba un país más complejo y fugaz, quedaron para un plano misterioso e inaccesible. La última vez que hablé con el profesor, pude notar la resonancia de este traspaso en el tono de su voz, de hecho, era evidente que se avecinaba una transformación. Pero uno siempre respeta a su maestro, lo sigue y lee con fruición su obra.
No habrá un cronista como él, que posea la capacidad de referirse a la nación en unos términos tan ciertos y a la vez profundos. Heras nunca evadió el debate que lo envolvía como creador y que lo hizo estar en el centro de la guerra. De hecho, mostró con mucho orgullo los nombres que dicha confrontación le trajo. Su acción era la de los seres que poseen la cualidad de esperar el momento exacto del vuelo y de ejercer ese asombro sin que nadie siquiera ose cuestionarlos. Porque cuando Heras hablaba, era como un ser de otra dimensión, con las resonancias y sentido de la vida que ello conlleva.
Eduardo Heras León trabajó en una fábrica de acero y quizás por ello se nos ha hecho tan leve y liviano al punto de irse con el viento, por contraponerse a la dureza del metal. Pero eso no quiere decir que su voz perezca en el marasmo y la tormenta, sino que posee el ingenio de leernos otra vez el mismo cuento y de proponernos una tenaz resistencia, cueste lo que cueste. El Chino sonreía a veces, porque su carcajada se perdió en algún recodo doloroso, pero nos basta con ese gesto suyo a medio camino entre la ironía y el regaño. La levedad de su vuelo, por demás, sigue inspirándonos.
Quizás haya que narrar algún día cómo tuvo que sobrepasar lo oscuro y traernos la luz. Pero eso no es ya importante, porque fue feliz a su manera. La enseñanza era la forma más completa de justicia y, al cabo, un universo en el cual hallaba sentido. Eduardo es un ser mitológico y con eso basta, no tiene nada más que demostrar.
En la Historia de la literatura, su vuelo quedó como el ejemplo más fehaciente de que se puede hacer una obra sólida, ejemplar. Como el salto del Sennin.
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