Hace años estuve en una de las tantas funciones del Ballet Nacional de Cuba. Era una experiencia única para un muchacho de la zona interior de la nación. No quiere eso decir que el fenómeno me fuera ajeno, ya que existen los medios de comunicación y la propia posmodernidad hace que los sucesos de la gran cultura se imbriquen con la cotidianidad de cualquier pueblo por muy apartado que sea.
De hecho, en la década de los años ochenta se hizo famosa en Remedios una carroza del barrio San Salvador para las Parrandas, que representaba el famoso ballet de El lago de los cisnes. La obra tenía toda las referencias necesarias y el rigor que conlleva abordar un tema de la más alta cultura. Pero una cosa es tener referentes, vivir el hecho a partir de manifestaciones indirectas, y otra tenerlo delante.
En la sala donde acontecen las representaciones de la danza hay siempre un aire de superioridad y un alma sensible que nos abarca a todos. Nadie puede quedar ajeno a la música ni a los movimientos, mucho menos ante el uso del vestuario, de las ambientaciones propias de la escenografía.
En Remedios, donde he vivido gran parte de mi existencia, han tenido sitio varias presentaciones del Ballet Nacional. Ahora mismo, dos de sus figuras más descollantes poseen raíces con la ciudad. Cuando han estado de visita ha sido todo un acontecimiento. En el interior de Cuba se vive la cultura auténtica y se le da su más acabada dimensión. De no ser por los medios, por la televisión y ahora por las redes sociales, se estaría aislado de lo mejor de las artes; pero todo ello se debe saltar mediante la sensibilidad, el estudio y el acercamiento a la historia de la creación por voluntad propia del público. ¿Nadie se ha detenido a pensar en cómo se formaban los grandes maestros del arte? Handel, la figura cimera del barroco, aprendía con un instrumento en el ático de su casa mientras su padre le prohibía toda vida musical. El progenitor, haciendo honor a una mentalidad provinciana, quería que su hijo fuese abogado. Pero la voluntad, el empeño, la ensoñación, conllevan sacrificio. Así uno se siente cuando conoce a los miembros del Ballet Nacional que son de pueblos del interior de Cuba y sabe de sus sacrificios para quedarse en la capital.
En aquel lejano año 2008 cuando fui a La Habana y tuve la suerte de acceder al ballet a partir de las gestiones de mi profesor de literatura Eduardo Heras León, no solo fue el reencuentro con las historias de la infancia que ya conocía, sino con un mundo que de alguna forma ya había convivido conmigo en los pequeños espacios. A eso se refiere Canclini con los procesos de hibridación cultural que amplían los márgenes de lo que se entiende como fronteras o registros dentro de un mismo consumo estético. Lo comunicacional de alguna forma me trajo desde antes hasta ese brillo en apariencia capitalino. Pero más allá del momento en el cual se presencia el ballet, está la retroalimentación cuando se sale del teatro y surgen las conversaciones sobre este o aquel instante o la maestría de los bailarines. Allí la cultura sufre otra transformación propia de las recepciones sean críticas o no, posean o no la formación como consumidores. Y es que, si el ballet antes era para élites, se ha democratizado y ello no quiere decir que pierda vigencia ni potencia en cuanto a sus postulados. Es un arte que devino alcanzable, al servicio de todos. A fin de cuentas, esto es un gran divertimento, cierto que, de un buen gusto tremendo, pero divertimento. Fue en el 2008 con escasos años de adolescente cuando me obnubilé con el ballet, luego tuve la oportunidad de estar en tales presentaciones, ya como periodista o como público, pero siempre en la cuerda del disfrute y del cultivo del alma.
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El Ballet Nacional posee en sus filas a muchachos que no proceden de familias acomodadas, gente común que un día fueron al teatro de niños y quedaron fascinados. Los críticos, como el propio Heras León, también surgieron al calor del momento de la democratización de la cultura. Aún recuerdo las palabras del maestro que nos contaba cómo en sus ratos libres se iba a los ensayos, estrechaba amistad con los artistas y escribía historias para la prensa. La cultura tiene que vivirse de esa forma, en los márgenes de lo humano, para que no se quede en la frialdad de la estampa. Si algo hay que reconocer de las críticas de ballet de Heras, que por cierto no están a la mano, es el rigor en cuanto a los conocimientos técnicos, pero más que nada su primor por lo más vívido y auténtico de cada pieza. En aquel año 2008, además, fuimos varios alumnos del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, al Museo de la Danza y ahí, entre explicaciones y tesis expositivas, nos percatamos de la gran coincidencia entre el arte de narrar y el baile. Nada como los vasos comunicantes que transforman a la cultura en un híbrido de emociones y de luces, de oportunidades para un ocio exquisito del cual pudieran salir un cuento o una novela. Todas esas son las resonancias que nos provoca un contacto de este tino con el ballet.
Pero nadie puede sustituir a la gran cultura y el ballet hace tiempo que no va a las provincias. Se extraña esa huella que dejaba en las salas, que por cierto también atraviesan un gran deterioro. Cuba posee en su cultura la mayor fuerza, la resistencia más pura frente a quienes nos han desestimado como nación. Es por eso que vale la pena que a las nuevas generaciones se les enseñe la maravilla de lo que somos. Y nada mejor que la danza más acabada y de vuelo más eterno.
En memoria de aquel esfuerzo de Heras para que conociéramos el ballet, valdrá la pena que quienes hoy escribimos en los medios y ejercemos la crítica y la reseña de arte, aboguemos por una recuperación de las instituciones y de los nobles proyectos. El Ballet Nacional no solo nos ha salvado de caer en la intrascendencia, sino que posee el aliento de los dioses, ese que purifica, que da vida y que otorga una dignidad a quienes enfrentamos una cotidianidad dura.
Quizá no a la usanza de aquella ya lejana carroza en Remedios que fuera una sensación, pero sí a la manera de las generaciones de hoy, la cultura tiene que vivir a través de los meandros que sortean los obstáculos de los muchos problemas. Solo así se construye un sentido de pertenencia desde lo lúdico y lo más sensible, desde el acceso a aquellos estamentos universales que hacen de la patria un sitio deseable. El Ballet Nacional, como mismo nuestra gran literatura o la inmensa música; conforman las naves insignias de una sensibilidad nacional que nos colocan en el concierto de los países civilizados y que hacen de Cuba la perla que narran las leyendas. Por ese brillo, que no es de oropel, tendremos que levantar el pendón del buen gusto, de la luz y de un apego a lo más prístino y bienquisto de nuestro núcleo cultural.
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