Mi memoria va hacia los años en que conocí a Fidel Galbán, el mítico autor de obras de teatro del Guiñol de Remedios. En aquella amistad, comprendí que el arte no depende de la formación profesional, ni de las prebendas que otorga determinada jerarquía, sino que se hace sin permiso, a la vera de los caminos oficiales y que solo la voz auténtica y el respeto del público otorgan una dignidad y una posición en ese mundo. Fidel era un artista aficionado que devino gran figura de la creación. Con sus miras puestas en el teatro clásico español y en el legado de los grandes del títere cubano, hizo de una ciudad de provincias un centro de inmensidades y de belleza, de hallazgos y de certezas estéticas. El artista aficionado es así, surge en los sitios más sencillos y es capaz de llegar a las ciudades más populosas e imponer su nombre, prestigio, obra.
Cuba dispuso de un sistema de apoyo al artista popular que con el tiempo se fue sedimentando hasta hacer una base sólida sobre la cual trabajar en la búsqueda de talentos. Antes de eso, era común que los creadores languidecieran en sus pueblos, con la suerte quizás de cantar en una cantina. En el caso de los poetas y los escritores, eran bichos raros que se leían entre ellos, que se organizaban en tertulias aisladas y no poseían ningún tipo de ascenso sobre la sociedad cubana. Eran los años de Orígenes y de la infinita labor de líderes como Lezama en medio de la desolación de la república en crisis. Pero con la llegada de las ayudas del Estado, se pudo cimentar un sistema de casas de la cultura, que tributa a la formación de los jóvenes y que capta el talento desde edades tempranas. Se trata de una forma de hacer arte desde lo cercano, lo familiar, lo comunitario y que por ende no se aleja de los códigos más necesarios para las personas. Cuba posee una raíz popular de la cual depende su identidad cultural soberana. El trabajo con la gente ha salvaguardado todas esas esencias. ¿Quiere esto decir que se cumpla en todos los casos? Para nada, el tiempo y el desgaste han hecho que muchos de los logros del pasado se lastren y que hoy el movimiento de artistas aficionados esté requerido de una filosofía distinta, que les permita crecer.
En primera instancia, los creadores que poseen un cierto nivel de profesionalismo en lo que hacen deberían tener la oportunidad de las audiciones y, de manera limpia y en buena lid, obtener un título que les permita el ejercicio abierto de su talento. Se sabe que burocracias aparte, muchas veces no se accede con facilidad a este mecanismo por diversas razones, incluso porque se necesita de más limpieza y transparencia en cuanto a tales licencias.
El artista aficionado, aunque no siempre lo logre, quiere ser profesional y pudiera llegar a serlo. Mi amigo Fidel es solo un ejemplo, pero la gala por el aniversario de Remedios el pasado 24 de junio tuvo en todo momento una nómina integrada por personas no profesionales y el espectáculo fue una maravilla. Ello quiere decir que las personas sí poseen la potencia creadora del nivel profesional. Ser aficionado no es una mancha y, sin embargo, conozco de casos en los cuales no se les permite cobrar o ser contratados. Una forma, a mi juicio, excluyente hacia personas que están en todo su derecho de usar un talento que han desarrollado a su manera, sin que cursen escuelas, ni sea necesario que dominen complicadas técnicas de las artes. ¿O les vamos a decir a los pintores naif que no hagan sus cuadros? Lo que se sabe de la cultura es que nace en medio de los peores caos y que posee una savia inmensa y curativa. Pero es la creación quien te elige, no somos nosotros los que desde un sillón vamos a determinar lo que es o no válido. La burocratización de los logros de Cuba en materia de formación de artistas ha detenido lo que fue pensado con la potencia de un sistema que se propuso acompañar a los que poseen sensibilidad y desean ponerla al servicio de los demás. En ello va también nuestra responsabilidad como público que debería poseer una visión crítica y participativa en la implementación de la política cultural que a fin de cuentas es un derecho humano constituido en ley cubana.
Recientemente hemos visto sucesos en las artes, sobre todo referentes al cine, que reclaman que ampliemos las miradas en la manera que asumimos el fenómeno no solo de la creación, sino del consumo, las jerarquías, los accesos a los medios, la libertad de pensamiento. Hay también un audiovisual aficionado que en ocasiones crece hasta volverse profesional y no siempre posee los circuitos ni el reconocimiento para llegar a los públicos y gozar de la legitimación del acto comunicacional. Y es que Cuba se ha globalizado y en ese terreno de la mundialización también tiene un peso el arte nacional. Los creadores cubanos van a poner en las redes su discurso y ello va a pasarle factura a maneras arcaicas de entender la relación entre las instituciones y el artista. Por eso se impone una actualización, un diálogo permanente que niegue los resortes de la espiral del silencio y que a su vez sirva de plataforma plural en la cual la ciudadanía y las autoridades sean una misma cosa, tal como se pensó en los inicios de la Revolución. La burocracia es un mal que retorna en cada instante y posee el poder de hacerse visiblemente legal, aunque sus consecuencias dañen a la postre a las propias instituciones que parasita.
Ese artista aficionado no solo posee la potencia de la viveza y el talento, sino que en su persona va la posibilidad de volver a los momentos más cruciales de la cultura nacional, en los cuales se tejía la manera auténtica de asumir la nacionalidad. La política que lleva estos asuntos deberá asumir que se trata de una oportuna forma de renovar los códigos, de acercarnos a las personas reales que componen el entorno de la creación en las comunidades. Así, el aficionado nos mueve a una postura más orgánica con nuestros intereses como país. Hay que retornar a la política cultural auténtica y darles a los creadores el espacio para que nos muestren las coordenadas de una nación que les debe mucho.
Mi memoria va hacia las conversaciones con Fidel Galbán y a cómo su palabra era tenida en cuenta en los años en que vivía. Un ser de su talla, salido del sistema de aficionados, constituye el baluarte para pensar que podemos movernos hacia momentos mejores y más conscientes. La esperanza surge porque la hemos visto entre nosotros en la persona de estos artistas. Esa es la dialéctica verdadera, la del duende que nos habita.
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