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sábado, 30 de noviembre de 2024

El conde sin condado

Omarito vivió para la literatura y fue él mismo una pieza literaria…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 02/10/2022
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Omar
Omarito llevó lo mejor de Remedios consigo

Omar era un conde sin condado, que podía verse bajo el sol o la llovizna en la plaza de una ciudad perdida en la geografía cubana. Siempre con un libro o un fajo de papeles en la mano, con la mirada perdida en el horizonte y el murmullo de un verso en los labios. La intensidad de su paso marcaba las tardes de  la villa de Remedios, siempre adormecida en su centenaria existencia. La gloria de este hombre era escribir, solo eso, como un poseso en su duermevela perpetua. No había más vida que un arte hecho para la ciudad y los amigos, para un eterno bregar. Es que Omar Rodríguez era en sí un caballero antiguo, un poeta, un ser de otro mundo que estaba perdido en los vericuetos de esta modernidad a veces confusa y sin rumbo. Por ello, la directriz del artista era como un lucero de creatividad y de inmensa cordura. Omarito, como también le decían, tenía su condado en los predios de la literatura, en la cual era un verdadero genio.

Hombre de mil oficios, que llegó a inventarse un doble malévolo, supo sobrevivir épocas muy oscuras, en las que su poesía fue poco o nada valorada. Se dedicó a inventos cada vez más disparatados, como buen creador que era. Nada le fue ajeno, ni siquiera la saña y la envidia de algunos coterráneos. Omar llegó a obtener luego grandes premios, incluso a ser una figura, pero nadie le modificó el donaire de caballero medieval ni la mirada mística. Sus cientos de trabajos y oficios siguieron por años sosteniendo la leyenda de su poesía y de su teatro, hasta que terminó como especialista en la biblioteca municipal, sitio donde hizo una colección de poemas a personajes locales. El cielo de su San Juan fue siempre la capilla propicia, el rumor amigo que le dio sentido a la obra. Los versos de Omarito son limpios y puros, esplenden, no se quedan en el dibujo de un contorno, sino que van más allá de la forma y fungen como elementos de una realidad ya ida, la de la villa y sus encantos de una época. Ya fuera en una tertulia con intelectuales o en un conversatorio con niños, el artista dejaba esa impronta tan suya, ese brillo de imaginerías que no era solo un legado, sino la memoria histórica de mucha gente.

Omarito vivió para la literatura y fue él mismo una pieza literaria. Integró el grupo de amigos que luego formarían la primera sede de la Unión de Escritores de Cuba (UNEAC) en Remedios. De hecho, era uno de los sujetos impulsores de que la ciudad contase con una vanguardia cultural y artística, soñadora, una que fuera más allá de lo más pedestre y mundano y que colocara a la villa a la altura de sus mejores momentos. Su doble malévolo era, en cambio, un personaje inventado por él mismo que fungía como una especie de pícaro criollo o lazarillo, el cual embaucaba humorísticamente al ingenuo de turno. Más de una persona creyó en ese álter ego y cayó en las trampas de Omarito, que en cambio era un alma buena, que se sonreía de sus maldades sanas y daba rienda suelta a su creatividad y manera “jodedora” de ver la vida. Era un tiempo en el cual podía vérsele guitarra en mano, con su inglés fluido, cantando piezas que impresionaban. Porque su cultura inmensa le permitía ser así, una persona de detalles, con el arte a flor de piel y con una comunicación propia de personas que no eran de este mundo.

Nacido en una casita muy humilde en la calle del Sol, hijo de una familia igual de honrada; el conde Omar no heredó otra fortuna que su inteligencia y sensibilidad. A pesar de que, cuando lo veían venir, parecía todo un lord, por su educación y etiqueta, su palabra era también diáfana y fina, sin dobleces. Fue una buena persona. La calle de sus orígenes dio lugar a varios artistas ilustres y fue escenario de sucesos trascendentales. Justo al lado, nació también el artista de la plástica universal Noel Guzmán Boffil. Al doblar, a media cuadra de distancia, estaba la casita en la cual se quedaba Amelia Peláez cuando venía a Remedios, vivienda por cierto ya hoy totalmente desaparecida a partir de modificaciones. La calle del Sol era una vía donde se apreciaron antaño varias de las leyendas locales y personajes más pintorescos. A poca distancia, están la Plaza del Mercado y la Calle de La Mar, donde suele merodear la terrible Llorona en los viernes de Cuaresma. Remedios tiene esas joyas de la oralidad y de la cultura, sin que haya habido una conciencia de los valores que esos recovecos encierran. Ese era el condado de Omar, uno hecho con los olores a mariscos de la Plaza, los gritos de los pregones, los gemidos del fantasma, las risas de los jodedores de las esquinas y los toques de tambor. Por eso en su poesía está todo eso, porque en su alma se empozaba la esencia de muchas eras.

No fue un hombre que poseyera jamás riquezas, ni siquiera tuvo una vida cómoda. Era capaz de pasar necesidades por unas hojas blancas para escribir versos. No pidió reconocimientos, ni bienes, ni tarjas, sino que estaba contento con su mata de flamboyán en medio de la plaza central, a cuya sombra iba haciendo una obra. Hace unos años, tras su deceso, se habló de instaurar en el cumpleaños del poeta el día de la literatura remediana, pero hubo reticencias. La moral pacata de provincias se niega a ver la luminosidad del ser que murió sin glorias mundanales. Omar desapareció anónimamente en una sala de hospital, sin que las esquelas surgieran en los periódicos. Había hecho lo que siempre supo y lo que él esperaba de él mismo: escribir.

Durante el 500 aniversario de la villa de Remedios, se le publicó el libro póstumo Bajo el cielo de San Juan, una deliciosa colección de obras inéditas. Ahí están los personajes que vertebró con mano de mago en la soledad de la biblioteca. También, muchos versos en los cuales habla del dolor, de la vida, de la tristeza, de la pobreza, de su villa. Pero más que nada, el conde sin condado fue firme y persistió en su destino de creador. La estirpe se había formado a través de los duros años y ahora solo queda la memoria de una obra que lo prestigia para la eternidad.

Omarito es un ser libre, que ya está alejado de los dolores de la carne que lo aprisionaban en una época que quizás no fue suya, porque la trascendía. Sin importar cuan poco o mucho lo valoraron, ya nada puede tocar lo que legara para la posteridad, esa poesía inigualable, ese tono suyo tan de caballero. Ese paso con que sigue marcándonos el ritmo en la villa adormecida, sin tiempo, la que muchos dieron por perdida.

Omarito llevó, no obstante, lo mejor de Remedios consigo y aún le canta con la belleza de siempre, en ese cielo de San Juan tan azul y misterioso:

Soy de San Juan el origen;

La villa junto al mar.

La mar que trajo a la par

las penas del aborigen.

Cierro esas penas que afligen

-más no al silencio me fugo-.

Cierro la cruz, que al verdugo

sirvió de yugo perverso.

No soy cruz, soy el verso,

para vergüenza del yugo


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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