Otra vez La Habana es una inmensa pantalla de cine en medio del mar Caribe. Las puertas del golfo de México se abren ante el empuje del movimiento latinoamericano que rige las presentaciones, los estrenos. El Festival del Nuevo Cine es de esos lujos que el país puede permitirse y que prestigian a la cultura. América se une por unos días para debatir esas narrativas que la componen y la descomponen como continente en medio del subdesarrollo y de las corrientes más complejas, más dinámicas. El cine es en estas tierras como lo fue antaño la oralidad de los pueblos: una manera de desquitarse las injusticias, un arma ideológica para narrarnos en medio de la opresión colonial. No en balde es Cuba la sede del encuentro, el lugar donde se une tanto lo geográfico como lo simbólico y lo político. La Isla se adueña de las narrativas liberadoras y le da espacio al realizador que trae aquellos conflictos indecibles. Porque el Festival, además, contó durante mucho tiempo aquello que estaba vedado en otras latitudes. A ese instante hay que venerarlo y tenerlo en cuenta, como savia nutricia del presente y del prestigio del evento. Nos hemos olvidado de ello y quizás ahí esté la fuerza y el porqué de tantos desvelos y de la continuidad de este certamen la mar de exigente.
El Festival, como se le conoce en el mundo del arte, no es solo para competir, sino para expresar a las generaciones. Ha envejecido y rejuvenecido a la vez, como todos los seres mitológicos que se respeten, como todos los duendes. No hay elementos de madurez que le falten al evento, ni carece de las marcas renovadas de los momentos que corren. Por eso, uno de los instantes de esencial trascendencia es la documentalística y que en Cuba posee referentes como Nicolás Guillén Landrián, una figura reivindicada por las generaciones más jóvenes, un hombre de códigos de vanguardia que se está redescubriendo a partir de esa noción siempre retadora de los hacedores del Festival de Cine. Landrián es inspiración para otras piezas que hoy compiten, tanto por Cuba como por otros países de la región. Y es que en la Isla, hubo y hay un séptimo arte relacionado con las irreverencias, con las visiones rebeldes y de vanguardia. Esas son las savias de las cuales se bebe siempre. El Festival de Cine no es mediocre ni hace concesiones, sino que reside en el ansia de los realizadores por un mundo mejor, por una vertiente discursiva que no abandone a los pueblos a su suerte, sino que corra la misma suerte de los oprimidos. El cine como arma para la comprensión, para la libertad, para el hombre en su bregar humanista y civilizatorio.
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Pero el evento debe ir con los tiempos y por eso en el logo de esta edición hay una mano que sostiene la pantalla del cine, como si alguien fuera a tomarse una selfie. No hay conexión con las generaciones, si no se manejan y se conocen sus códigos. Y a ese formato ampliado, a ese estilo interactivo se debe ir, con el acompañamiento del buen gusto y de la conciencia. El Festival se hace también a tono con las redes sociales, en la línea de comunicar con un lenguaje de hoy, el de la gente que vive pegada al celular. No es ya aquel evento inmenso de otras décadas en el cual primaban los formatos de antaño. No, lo que hoy tenemos es cine a lo grande, pero actualizado, con aterrizaje en los conflictos de las generaciones, los jóvenes, los que viven en este tiempo. Porque de eso se trata, de hacer de una manera comprometida, transformadora. No existe el Nuevo Cine como concepto sin esas visiones que asumen al público como un elemento activo de la crítica y de la hechura de las obras. La gente debe implicarse, tiene que haber un trabajo comunitario incluso en el cual quede reflejado el mejor pueblo, el más sano, el más auténtico y sus emociones y dolores. La risa a veces triste de quienes no tienen otros horizontes que el latinoamericano.
Pero el Festival es también un certamen optimista, porque se sabe que por su prestigio va a llegar hasta los confines de la Tierra y que la gente se va a visibilizar. Hay fe en la potencia de la denuncia desde esta plataforma progresista cubana que ya va a cumplir varias décadas. No es un evento tercermundista en su estética, pero sí defiende a quienes están en el fatalismo de las latitudes preteridas. El Festival reside en un entorno regional en el cual priman el mercado, las grandes producciones, los conceptos vacíos relacionados con el uso lúdico de las redes, la banalización de la cultura. Y en ese concierto de duda y de desazón, se hace buen cine, desde lugares pobres y desfavorecidos. Esa es nuestra alegría, nuestro golpe al fatalismo y el dolor.
La música de presentación, que es ya icónica, nos trae de vuelta a los pueblos originarios, los cuales celebran que al fin hay una gran pantalla que los recoge y que no solo los pone en el sitio de honor, sino que los actualiza y los magnifica desde una estética exigente. El Festival no emite dogmas inmanentes, no es un púlpito sino un libro que se hace poco a poco en cada edición. Los autores son muchos y no tienen interés en la ganancia material. Hay un espíritu de amor que recorre las salas, uno que hace que los fantasmas del mercado languidezcan. En esa existencia auténtica, el evento ha llegado al punto de competir con los grandes festivales. No en pompa, no en fasto, pero sí en el criterio certero, en la visión seria que evalúa lo que es y no es cine. Y eso también queda, trasciende, viaja en las retinas desde la gran pantalla y se impregna en el cerebro de las generaciones.
No es que vayamos a hacer una selfie con el Festival, ni que caigamos en la banalidad de hablar de nosotros mismos. Eso se lo dejamos a las redes sociales. Sino de que a partir de los códigos se llegue de nuevo al corazón de la gente, se produzca el milagro de la creación y se genere el cambio de paradigma al cual se aspira en los pueblos sojuzgados de este lado del universo. No hay que abandonar la arista ideológica e histórica, sino potenciarla, hacerla más nuestra, premiarla. Es la defensa de una identidad en la diversidad, de un yo colectivo, de una sacra vivencia que aunque no resulta intocable sí deviene salvadora. Porque aunque no queremos que el Festival se torne un discurso unívoco, sí hay discursos que defender, maneras que reivindicar y figuras que ponderas.
El Festival viene y la pantalla se ilumina ante el continente, es un cine a lo grande, como nunca lo habíamos visto. Pero es la grandeza esperada, la autenticidad que debe ser. No hemos perdido ni un ápice de gozo y aun así tenemos de este lado la dignidad de los pueblos. Ahí está la trascendencia, junto al fragor de la lucha simbólica por la liberación contra las opresiones y los coloniajes. La batalla cultural que implica esta luz no ha terminado. La haremos como cada año.
Más que un Festival, es un motivo sacro que resuena en el aire. Más que una pantalla es la luz de la creación.
Cuando se apague la pantalla, quedará todo eso y seremos felices.
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