Por: José Rojas Bez
La frase de Solás que encabeza estas incitaciones junto al legendario Koan fue dicha como amistosa y jocosa reprimenda mientras tomábamos un café recién colado en el Festival de Cine de Gibara, en respuesta a algo que antes le dije, que era también, claro, un chiste. Solás había referido tener en ciernes un filme con fábula y atmósfera centradas en una correlación que siempre le interesó, entre la figura femenina, la plástica, la música y la cubanía. Pero, aunque ya iba concibiendo el relato, los personajes y las imágenes generales, no tenía resuelto aún el problema de los presupuestos.
Le dije, subrayo, en un tono de broma, que no sé en qué medida captó: «¿Entonces por qué no escribes un ensayo y lo publicas en una de las tantas revistas en que sería bien acogido?». Y, casi tan sagaz como un Koan, ampliamente iluminador sobre qué es un arte y un artista, pronunció enseguida el «No fastidies, Pepe, que estás hablando con un cineasta».
A veces un zapatazo o un «no fastidies», por muy cotidianos o incluso toscos que pudiesen parecer, resultan más profundos y eficaces que muchas teorías y ejercicios doctrinales.
En efecto, Solás era un gran cineasta, y lo que quería no era «decir». Nunca se conformaría con ello. Aspiraba a «crear», enriquecer el universo humano con un nuevo mundo de imágenes fílmicas que sí, «dijesen» (o mejor, sugiriesen, indujesen, significasen) determinadas «proposiciones», pero que, como todo arte, fuese mucho más allá con otras funciones y propiedades además de este «decir».
Ni Schiller ni Beethoven podrían haberse conformado con escribir conceptos sobre la grandeza de la alegría, el entusiasmo y muchos más, y eso que Schiller sí escribió bastante y de imprescindible lectura. Tenían que crear un poema y una sinfonía. Por eso Schubert componía lieder y no escribía simplemente páginas sobre el amor, la muerte y tantos sentimientos y situaciones humanas. Por lo mismo que Benny Moré, Bob Dylan y tantos otros han creado música y no solo dan conferencias, escriben artículos periodísticos o ensayos sobre los temas que aparecen en sus canciones. Pudieran hacerlo también, pero de todos modos no cejarían hasta hacer más rico el mundo con sus canciones, es decir, sus estructuras y propuestas musicales.
El arte no dice (al menos no «solo dice») cosas sobre el mundo, sino que crea imágenes del mundo, en procesos de producción y recepciones en que los receptores dialogan internamente siguiendo infinidad de significaciones, según sus condicionantes culturales, estimulados por la propia dinámica interna de las obras. La vieja imagen de la obra de arte reducida a un telegrama, portando mensajes, ha quedado ridiculizada, sobre todo desde las vanguardias y logros de hace ya un siglo.
Por muy programática o panfletaria que sea una obra de arte —y sí, puede serlo—, nunca se reduce al discurso coloquial ni se identifica con el ensayo filosófico, sociológico u otro similar. Siempre hay otros factores y aspectos: un modelo de imágenes añadido al mundo, enriqueciéndolo con «algo creado», gracias al cual, o dadas por este mismo, surgen las posibilidades de lo que se dio en llamar «mensajes», que son polisémicos y mucho más sugestivos que enunciativos. Mejor miradas, las obras de arte generan significados múltiples, incluso con los mismos referentes.
Las teorías de la recepción han esclarecido cómo los diferentes receptores asumen de diferentes modos cada obra. Los significados conceptuales varían de uno a otro receptor, para el mismo receptor en diferentes momentos e incluso para un grupo de receptores en diferentes momentos y culturas, aunque suelan permanecer constantes entre tantas variables. Lo que mejor persiste —al menos en considerable media, y aunque con un mayor rango de variaciones en las obras que se ejecutan— es el modelo imaginal, la estructura de la obra o propuesta del creador.
¿Qué dicen, ejemplos clásicos entre una infinidad, Los viajes de Gulliver y Robinson Crusoe? ¿Acaso los lectores de tiempos de Jonatan Swift y Daniel Defoe (dicho sea de paso, en general adultos reflexivos y críticos) entendían los mismos mensajes conceptuales (sociológicos, políticos, antropológicos) que los lectores de hoy (dicho sea de paso, comúnmente niños y adolescentes)? ¿Qué dice, o sea, acaso todo el mundo entiende las mismas ideas, sentimientos y emociones al escuchar los caprichos para violín de Paganini o al observar la Naturaleza muerta en azul, de Amelia Peláez?
Como quiera que se mire, priman diferentes significaciones, inducidas según los diferentes receptores. Pero siempre permanece como mensaje —mala palabra, mejor decir: como primeras significaciones inducidas o sugeridas y como focos de la atención— el propio mundo de imágenes propuesto por la obra: sus propios sonidos, luces y sombras, que son el mensaje primigenio, pero, muchísimo más aun, son las percepciones que posibilitan cualquier significado en una u otra latitud, al momento de componerse o siglos después, en una u otras condiciones.
No se olvide que toda imagen es producto correlacional de una fuente de estímulos y la psiquis de uno o más receptores, de modo que nunca existe en sí y para sí como objeto natural independiente con masa y otros atributos físicos correspondientes a dichos objetos. En tal sentido, el ser de la imagen es ser percibido y, además, virtualidad, potencialidad que se actualiza o realiza en cada acto de percepción.
Antes hemos definido el arte como «el modo de la actividad humana institucionalizado en mayor o menos medida en correspondencia con el privilegio de la experiencia estética», y, congruentemente, la obra de arte como «el modelo imaginal (sustentado o posibilitado por un objeto, acción o situación) producido (ya sea creado o asumido) por la actividad artística para sus fines». El artista (y las instituciones) producen y promueven propuestas que han de valer como estímulos para las innumerables recepciones.
Tales premisas son rememoradas en esta ocasión para dejar bien subrayado, evidenciado, que la obra de arte es, en cada momento y acto de recepción, una creación, un ser añadido al mundo con tanta o mayor riqueza que la de cualquier fenómeno real, a partir de las propuestas (soportes, hábitos, circunstancias) dadas por los artistas, las instituciones y en general la sociedad. Toda obra de arte —tenga como soporte un objeto, un proyecto y sus ejecuciones, como la música y las obras escénicas, en fin, cualquier fuente de sensaciones apropiada— al ser recepcionada, actualizada, realizada como mundo de imágenes, constituye, es, un ente con funciones múltiples. También y especialmente, con valores en sí misma, en cuanto mundo imaginal.
Guernica y La jungla, Lohengrin y María la O, El ciudadano Kane y Memorias del subdesarrollo son creaciones añadidas al mundo, existen con multiplicidad de valores por sí mismas como obras, y con multiplicidad de funciones: una, la creativa; otra, la propiamente estética; otra la lúdica; otra, la comunicativa.
Sí, el arte también cumple una importante función comunicativa y asimismo cognoscitiva, pero cada una con sus propias cualidades y modus operandi.
No hay que confundir el ejercicio de la comunicación en sentido amplio, de una función comunicativa, con tener, ni mucho menos ser, un lenguaje propiamente dicho. No hay por qué confundir las fogatas con las manipulaciones de su humo, ni las cuerdas con los quipus, esos nudos hechos en cuerdas. No se ha de reducir nunca —en el más primario mundo del fuego humeante y de las cuerdas ni en el más complejo del arte— la totalidad y constitución del ser con algunas de sus capacidades, propiedades o funciones. Una cuestión es ser y otra ser utilizado o ser capaz de ser utilizado. Y la obra de arte «es»; incluso como potencialidad no actualizada sigue caracterizada por ser en cuanto obra, en todo caso es equiparable a la fogata o la cuerda y no al humo o los nudos que puedan o no manipularse y constituirse a partir de ellas.
La confusa identificación reductora del arte a comunicación se ha perpetuado demasiado a partir de muchas modas y de perspectivas prejuiciadas; en tiempos modernos, sobre todo desde Hegel, y todo fenómeno como «lenguaje» en la medida en que es «encarnación de la idea», pero especialmente desde la década de 1950 y en algunas miradas lingüísticas y luego semióticas sobre el arte.
Si se suelta una roca en la cima de una montaña llega a provocar un alud. Al surgir una nueva ciencia o disciplina, muchos quieren verlo todo a través de sus categorías. Valen como buenos ejemplos del quizás lógico pero desmedido despliegue de energía ante nuevos estímulos, circunstancias e instrumentos.
Así quiso pedirse y concederse demasiado a la semiótica, no ya como la muy útil disciplina instrumental que es, sino como la disciplina de las disciplinas, la filosofía de las filosofías y el todo de las miradas, hasta llegarse a la pifia de reducir el arte a signos despojados de lo histórico y lo cultural; y estos a comunicación; más aún, a «lenguajes».
El problema resulta más interesante si se tiene en cuenta que nunca llegaron a tales extremos —todo lo contrario, previnieron implícitamente contra ellos— los grandes adalides de los signos, Charles S. Peirce, el auténtico padre de las teorías modernas del signo y su lógica, y Cassirer, el filósofo y antropólogo defensor de la teoría del ser humano como ser simbólico.
Es cierto, por ejemplo, que la poesía y la literatura tienen como sustrato, se fundamentan o utilizan básicamente un lenguaje, el lenguaje articulado conocido como segundo sistema de señales. Pero, aun así, «fundamentarse o apoyarse en» no significa «ser ni quedar reducido a» tal fundamento.
Huidobro no es un inepto que no sabe comunicarse llana y directamente, sino todo lo contrario, un genio de la poesía cuando se afana en sus repeticiones y otros mecanismos poéticos:
Cae en infancia
Cae en vejez
Cae en lágrimas
Cae en risas
Cae en música sobre el universo
Cae de tu cabeza a tus pies
Cae de tus pies a tu cabeza
Cae del mar a la fuente
Cae al último abismo de silencio
Como el barco que se hunde apagando sus luces.
Huidobro no dice ni quiere decir «cae en infancia, vejez, lágrimas, risas, música sobre el universo, de tu cabeza a tus pies, de tus pies a tu cabeza, del mar a la fuente, al último abismo de silencio, como el barco que se hunde apagando sus luces». Él dice exactamente lo citado arriba, con todas las reiteraciones y su estructura, porque ese modo de decir es también foco fundamental, constitutivo del ser de su poesía. Ese modo de decir es también lo dicho.
Las formas poéticas son también contenido de la obra poética que ha de sentirse y motivar significaciones personales. Incluso, como en la jitanjáfora, llegan a proponerse como todo el contenido de la obra. Analícense composiciones como los epigramas del mismo Huidobro con su alta integración de estructuras (formas) y, por ende, factores visuales.
Modificar lo que ha dicho o sus modos de decir, como en el párrafo anterior, es una absoluta barrabasada de quien no es capaz de apreciar y disfrutar lo poético, de quien ni siquiera entiende qué es la poesía y el arte en general.
¿Qué dijo Martí cuando escribió «el canario amarillo que tiene el ojo tan negro»? Pues, eso mismo, sin temor a la múltiple sugestión de imágenes y recepciones. ¿Quién duda que este genial poeta (y narrador, ensayista y periodista) hubiese podido utilizar otras palabras y giros? Pero esas son las que tenían que ser para realizar lo poético que él buscó en esa obra.
Tales fundamentos —tan válidos para la poesía y toda la literatura, que es precisamente el reino de la estética asociado a un lenguaje propiamente dicho y bien establecido— se develan con mayor evidencia en las artes visuales y audiovisuales, incluso en las más figurativas y naturalistas sin tener que llegar hasta el abstraccionismo.
¿Qué dicen La Gitana tropical y las Muchachas, de Víctor Manuel; Árboles II, de Mondrián, y Supremus No. 58, de Malévich? En especial, ¿qué dicen cuando no se haya visto el título (o en obras que no tengan título específico), que suele ser el primer condicionante de la recepción?
Piénsese en la música, sobre todo la instrumental: ¿qué dice la Música para cuerda, percusión y celesta, de Béla Bartók? Y aún en la cantada y más divulgada, ¿qué dicen los «la, la, la» de Hey Jude, de The Beatles; de Tira la piedra, de la Massiel, y de tantísimas canciones más entre las que no faltan, más bien predominan, las que dilatan o acortan sílabas («Maríííaaaa, aaamoOOoOrrr míííííoo»), cuya corrección significaría en realidad su destrucción como música, al menos de los ritmos y entonaciones buscados como parte de lo dicho?
Dicen lo que oímos, que más bien niega el lenguaje común para lograr su auténtica creación expresivo-formal con valor en sí misma. Dicen muchísimo más que cualquier frase del lenguaje coloquial, porque, además de todas las referencias posibles, hablan de sí mismas, de sus propias formas y estructuras, y de algo sustancial para el arte, la experiencia sensible en cuanto tal: experiencia sensible, experiencia estética.
Por ello mismo, desde cierta perspectiva puede considerarse el arte precisamente como negación del lenguaje: elude lo demasiado directo o inmediato; busca lo polisémico, lo metafórico, la imaginación y la sugestión; no entiende las repeticiones ni las interjecciones como ruidos, sino como factores rítmicos y expresivos válidos por sí mismos; valora mucho las ambigüedades, así como quedar solo en insinuaciones.
Quede subrayado además que todo significado que pueda inducirse de una obra depende de su universo de imágenes, comienza con este y no es ni más ni menos que el posibilitado por esas imágenes.
En especial, el arte exige la recepción y disfrute de sus propias estructuras y formas, fenómeno en todo caso comparable a lo que los lingüistas llaman no ya «lenguaje» ni «lingüístico», sino «metalingüístico» y «paralingüístico»: aspira a dejar de ser llanamente lenguaje, para ser poesía y arte.
Más que la literatura, las artes visuales y musicales permiten ver mucho mejor todo ello porque no se erigen sobre ningún lenguaje propiamente dicho.
Las artes, sean las visuales, las musicales o las audiovisuales, producen significados conceptuales, pero nunca se restringen a ello. Es una de sus funciones, no la única. Sus formas son parte de estos significados: el simple color amarillo, los contrastes de blancos y negros, las figuras alargadas o regordetas, las notas o los silencios… son parte de las significaciones. Y en ocasiones, por ejemplo, en el arte abstracto, son la parte más intensa o relevante de dichas significaciones producidas.
Algunas corrientes o autores (naturalistas o realistas) aspiran a significados precisos, pero puede suceder que, todo lo contrario, otras aspiren a la ambigüedad o, más técnicamente, la polisemia: no solo permitir, sino incluso presionar a los receptores a sus propias producciones de significados.
De todos estos fenómenos comenzaron a darse cuenta ya los filósofos antiguos. Algunos de ellos, con mirada negativa sobre las imágenes del arte, como Platón, critican explícita la imprecisión de la experiencia artística en comparación con la contemplación, para ellos, verdadera sabiduría alcanzada por los conceptos filosóficos.
Sin ningún sentido negativo, Aristóteles vería diferencias similares.
Muchos siglos después, las teorías de ese padre de la semiótica que fue Peirce también sientan bases para comprender los fenómenos artísticos, en especial el carácter triádico de los procesos de significación y la potencia del interpretante.
Gran conocedor de la historia y la teoría del arte, Gillo Dorfles llegó incluso a establecer lo que hoy se conoce como el argumento Dorfles, sobre la inexistencia de articulaciones y, por ende, de un código estrictamente dicho en las artes. Llega incluso a argumentar la imposibilidad de una semiótica estricta de las artes visuales en El devenir de la crítica[1].
Desde la filosofía, la sociología y la antropología han sido legadas luces similares, entre ellas las reflexiones de Ernst Cassirer en su Antropología filosófica[2]:
«El lenguaje y la ciencia representan los dos procesos principales con los cuales aseguramos y determinamos nuestros conceptos del mundo exterior. […] En este aspecto, la belleza, lo mismo que la verdad, pueden ser descritas en los términos de la misma fórmula clásica: constituye una unidad en la multiplicidad. Pero en los dos casos existe un acento diferente. El lenguaje y la ciencia son abreviaturas de la realidad; el arte, una intensificación de la realidad. El lenguaje y la ciencia dependen del mismo proceso de “abstracción”, mientras que el arte se puede describir como un proceso continuo de “concreción”».
A lo largo de incitaciones anteriores hemos insistido en una de estas ideas: el lenguaje refiere y dice sobre algo, pero el arte crea, añade al universo humano nuevos fenómenos (objetos, acciones, situaciones, proyectos).
Un estudioso de las culturas, Clifford Geertz, desarrolla ideas similares en Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas, acompañadas de referencias a la semiótica[3]:
«Para lograr que la semiótica tenga un uso eficaz en el estudio del arte, debe renunciar a una concepción de los signos como medios de comunicación, como un código que ha de ser descifrado […]. No necesitamos una nueva criptografía, especialmente cuando esta consiste en reemplazar un código por otro aún menos inteligible, sino un nuevo diagnóstico, una ciencia que pueda determinar el significado de las cosas en razón de la vida que las rodea».
Otro investigador de la cultura y sobre todo connotado semiólogo, Omar Calabrese, tan afamado por La era neobarroca, como también por Los lenguajes del arte, dedica este último libro precisamente al balance crítico de las teorías y usos en contra y a favor de la identificación de las artes con lenguajes, así como a las características de la función comunicativa de las artes, advirtiendo que se necesitaría demostrar incontestablemente que: 1) cada arte sea un sistema y tenga coherencia respecto al funcionamiento general de los sistemas de signos, 2) esté constituida por una forma y un contenido, 3) obedezca a leyes estables de la comunicación misma, 4) todos los sujetos del acto lingüístico participen de los códigos eventuales en base a los cuales la obra comunica y 5) la reformulación evidente de los códigos (típica de las obras de arte) también tenga un fundamento explicable en el interior del sistema[4].
Cuando se empieza a creer en un arte con códigos, un diccionario y una especie de gramática precisa, tal pretensión es pronto contradicha por la creatividad de nuevas tendencias, escuelas y momentos culturales.
Procede reafirmar que las artes cumplen una función comunicativa, pero muy suigéneris, no solo permisiva y potenciadora de polisemias, sino además y sobre todo exigente de focalizar la atención sobre sus propias formas como contenidos fundamentales, ya que, en cuanto artes, en cuanto experiencia estética, nunca se trata de simple forma-contenido: lo que suele llamarse formas (sus signos, estructura significante e imágenes) son contenido fundamental de la experiencia artística propiamente dicha, hasta el punto en que algunas corrientes absolutizan dichas formas como total contenido de la obra. En última instancia, se trataría, y ello seguiría siendo burdo, pero menos, de «formas-contenidos».
De todos modos, puede tolerarse el término «lenguaje» aplicado a las características de las artes, siempre que se tome en sentido más bien figurativo y muy oportuno como término cómodo, más bien metafórico, como los de brazo de mar u ojo de la aguja… siempre que no se olviden sus limitaciones o inconvenientes (como los del brazo de mar, que no es realmente brazo, y el ojo de la aguja, que no es cabalmente ojo):
- La obra de arte es una creación compleja, un ser en sí mismo, un ser imaginal susceptible de infinitas perspectivas de comprensión y apreciación, como cualquier ser del universo, así como de múltiples funciones al unísono.
- Tiene, entre estas muchas funciones y propiedades, una comunicativa, que algunos (en espacial siguiendo a Croce y los románticos) prefieren tratar como expresiva o (siguiendo ciertas zonas de Barthes, Eco y algunos teóricos de la recepción y la hermenéutica, entre otros), como productora de sentidos o significaciones, desde el grado cero de la escritura hasta la obra abierta, así como de otros muchos modos.
- El real o específico lenguaje constitutivo o de base —cuando existe, como en la literatura— se niega siempre en cuanto tal al provocarse con toda conciencia e intencionalidad la ruptura de su ortografía, de su claridad y significados precisos, sin temores a ruidos ni ambigüedades.
- Más que a un lenguaje, el arte es comparable en todo caso a un metalenguaje rico en factores también paralingüísticos, ya que siempre habla, refiere o implica, necesaria e ineludiblemente, la focalización en sí mismo como experiencia sensible, y dicha negación llega a constituir incluso la finalidad de nuevas corrientes y estilos que rechazan las ya dadas.
En fin, la obra de arte no se reduce nunca a un lenguaje ni a una función comunicativa, como tampoco a una lúdica (reducción que tampoco ha sido rara en la búsqueda del arte como juego), a una hedonística (reducción típica del espectáculo gratuito, por sí mismo), a una cognoscitiva (típica de investigadores de diversas disciplinas que buscan datos en novelas y obras de arte), ni a ninguna otra.
Tales reducciones —y no solo la del arte como comunicación o lenguaje— son degradaciones, incluso destrucciones de la obra en cuanto experiencia sensible, en cuanto experiencia estética: la cabal obra de arte cumple todas estas funciones, aunque una pueda ser relativamente potenciada sin abandono de las demás en uno u otro estilo o corriente.
Con ello habrán de conjugarse las reflexiones y todas las disposiciones prácticas ante el arte, ante lo más general y lo más singular, por ejemplo, sobre la apreciación de novelas de tesis o sobre los géneros del cine y sus referentes.
[1] Fondo de Cultura Económica, México, DF, 1973.
[2] Fondo de Cultura Económica, México, DF, 1968, p. 124.
[3] Paidós, Barcelona, 1994, p. 147.
[4] Editorial Paidós Ibérica, SA, Barcelona, 1980. Passim.
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