Frecuentemente, cuando converso sobre mi relación con los libros, me sirvo de una anécdota de 1973. Entonces trabajaba en el departamento de Personal de una granja cañera y debí acometer la tarea de armar los expedientes de cuadros para los jefes de lote. Estaba recién operado, y dada la urgencia del tema, me pidieron confeccionarlos en mi casa —vivía muy cerca del trabajo—, valiéndome de mi vieja Underwood.
Uno por uno desfilaron por mi “estudio” aquellos seres curtidos por la atmósfera agrícola, y cuando Fengo Pedrosa, el más pintoresco de todos, vio mis libreros, me preguntó asombrado: “¿Y tú tienes todos esos libros metidos en la tarramenta?”. Me percaté entonces de que quizás la vida no me alcanzaría para leer todos aquellos libros. Mi afán de coleccionista no mermó, y junto con él creció, hasta hoy, el de lector compulsivo.
Vivo orgulloso de mis libreros, que no son los más completos ni los más voluminosos, pero ahí están algunos de los ejemplares que me hicieron entender, de la vida, su dimensión múltiple. Claro, sé que soy viejo y que a esos entrañables rectángulos de ideas convertidas en papel les espera más el destino del museo que el de las colecciones particulares.
Una buena parte de los jóvenes que me rodean tienen poquísimos libros, pero buenos celulares. Aunque, a decir verdad, no son e-books lo que más descargan. Twitter, Instagram, Facebook son las “páginas” preferidas de esos ojos cautivos en las pantallas. Bueno, la palabra página solo es un préstamo pedestre, patrimonio del obsoleto mundo de los libros de papel. Más que leer, ven y oyen. Y textean.
Un estudio de hace menos de un año publicado por Statista Global Consumer Survey, que abarcó de 1060 a 7600 encuestados en cada uno de los ocho países incluidos, nos informa que solo en China se lee más en digital que en formato de papel (58 % de los encuestados). En el resto de la muestra ocurre al revés, aunque con una tendencia visible al equilibrio. Si los editores fuéramos a extraer estrategias de esa estadística, deberíamos proponernos un equilibrio similar: a tantos libros digitales, tantos de papel.
Igual, cuando amparados en diversas opiniones vertidas en Internet, comparamos las ventajas y desventajas de uno u otro formato, vemos un equilibrio, aunque las ventajas del e-book parecen más contundentes en la facilitación de la lectura, consulta y uso de la información. Menciono algunas: no ocupan espacio; no se deterioran ni se pierden; son más baratos y rápidos de producir; desafían el tiempo, porque pueden ser entregados casi al instante; las ediciones no se agotan; son de fácil consulta gracias a los motores de búsqueda; son portátiles, y permiten a los editores publicar más mientras los lectores también leen más. En relación con sus desventajas hay consenso en las siguientes: no son objetos físicos independientes; no tienen un formato estandarizado; no tienen numeración de páginas; requieren de un aprendizaje inicial; no pueden ser firmados por el autor; no pueden constituir un regalo; cansan más la vista y son más vulnerables a la piratería.
Al mirarlos como un producto cultural de múltiples utilidades, sigue siendo aconsejable, a mi entender, la convivencia de ambos formatos, pues nada de lo expresado es absoluto. Y pongo solo un ejemplo: la ventaja de que los libros digitales no se deterioran ni se pierden es relativa, pues basta con que se nos dañe el disco duro para que perdamos de golpe toda una biblioteca si no hemos tenido suficiente velocidad de Internet y megas para almacenarlos en la nube o en un buen dispositivo externo. Eso, en nuestra realidad, y atendiendo a las obsolescencias programadas de los equipos electrónicos, no es un riesgo menor.
El cierre de la editorial que lo publicó, o la actualización exponencial de los programas y aplicaciones también podrían hacer desaparecer del ciberespacio o hacer inaccesibles algunas publicaciones. Con muchos de mis artículos me ha sucedido: los publiqué en revistas digitales y hoy mismo no hay algoritmo que me los devuelva. Pero a las desventajas del formato digital yo añadiría esa sensación de cosa irreal, inexistente, que sentimos frente a cualquier archivo electrónico contentivo solo de texto. Podría parecer pueril, pero su impacto psicológico no es despreciable para la ganancia de lectores. Un video produce el espejismo de que estamos ante algo vivo; un libro digital, no (con la excepción de que fuera interactivo, algo a lo que no se prestan todos los géneros).
En los momentos actuales advierto en Cuba una especie de entusiasmo desmesurado por el libro digital. ¿Consuelo por las uvas que, en un final, están verdes? Y no lo veo acompañado por pronunciamientos objetivos sobre las posibilidades de hacerlos en papel. Por una parte, se niega que estos últimos desaparecerán, y por otro, se dejan de recibir manuscritos y tiende a cero la publicación de novedades; se incumple con compromisos de premios; se acude a una moratoria indefinida consistente en la no elaboración de planes editoriales. Directores de editoriales cubanas con sede en ciudades del interior me han comentado que algunas autoridades relacionadas con la esfera del libro les dejaron claro que todo el plan editorial de 2023 será digital. No me consta, pero me preocupa.
Sin dejar de lado factores objetivos, como el crecimiento exponencial de los precios del papel y otros insumos, sumados a las dificultades económicas multicausales que nos agobian, ¿tiene sentido esa estrategia? Mi opinión quizás esté comprometida con el susto, porque, como escritor, siento que se me retira el sustento más sólido en la identidad de mi oficio. Pero también me guía una conciencia cultural acerca de lo dañino que podría ser que el libro como objeto cultural desaparezca de la visualidad del ciudadano que nos interesa instruir.
A finales del pasado siglo e inicios del presente el sistema editorial cubano creció en magnitudes insospechadas. Desembocamos en un gigantismo que hoy, a todas luces, se nos hace insostenible. Una reducción drástica de los títulos a inscribir anualmente en el semillero de editoriales actuantes sería, quizás, la estrategia más racional. Pero me queda claro que la reorientación absoluta de la producción hacia el libro digital nunca nos aportaría los frutos que estas casas han cosechado en los últimos 30 años de ininterrumpida labor.
Otras distorsiones amenazan —paradójicamente desde el libro— a la literatura cubana. Me refiero a una serie de casas editoriales y organismos que sí publican libros en papel, mientras las del Instituto Cubano del Libro (ICL) quedan huérfanas. Ediciones En Vivo no son el único caso, pero sí el más visible, pues tiene en sus manos el aparato promotor más poderoso después de la Internet: el sistema de la televisión y la radio. En programas como Escriba y lea y Al Mediodía se promueven con mucha frecuencia.
En algún momento me han aclarado, con referencia a lo anterior, que se trata de ediciones restringidas de 100 o 200 ejemplares producidos por Mipymes. Solo crece, en consecuencia, mi inquietud, pues me pregunto por qué el ICL no puede hacer algo similar. Aparte del contrasentido de que esas pequeñas y medianas empresas sí pueden y el Estado no, opino que no es justo que la imagen que dejemos de la literatura cubana de estos días (en libros-objetos que, además de leer, se puedan conservar firmados por los autores, regalar, coleccionar) excluya a los narradores, poetas, ensayistas y dramaturgos de probada destreza en los complejos vericuetos de la creación literaria. Y me apuro en aclarar que con ello no le niego legitimidad a los diversos perfiles que otras editoriales pudieran promover.
Por último, creo que, con el tema de las Mipymes, las autoridades con competencia en la esfera deben extremar el control sobre lo que publican esos “actores económicos”. No olvidemos que operan con lógica empresarial, y, si no se les aclara que deben atenerse a lo dispuesto por la política cultural, podrían concretar, halados por la implacable persecución de la plusvalía, sabe dios qué tipos de bodrios.
Si ahora mismo tuviera ante mí la disyuntiva que me puso Fengo Pedrosa con su graciosa pregunta de 1973, podría responderle con algo mejor que la carcajada de entonces: “No, amigo, no todos esos libros están metidos en mi tarramenta, pero todos ellos, y otros que no ves, me acompañan y me alumbran”.
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