Por las calles llenas de humo y pólvora de Remedios va una figura ancestral. A veces es un médico y otras, un barrendero, un ama de casa, un ser anónimo. La trascendencia dura lo que los fuegos artificiales en el cielo, un brillo que se apaga para dejarnos en la incandescencia de los mejores tiempos. En las manos lleva el mechón encendido para prender un mortero o un tablero de voladores. También a veces agita una bandera o un tambor o un cencerro. Dese 1820, en la octava villa cubana, ricos y pobres quedan igualados durante 24 horas, hasta que culmina el éxtasis y todo vuelve a una normalidad monacal, silenciosa, cómplice de los siglos. Quienes van a Remedios observan los restos de la batalla en los tejados, en las esquinas: son los güines y los casquillos de papel, los vestigios de que el 24 de diciembre el pueblo se transforma en una fiera, en una ciudad cosmopolita, en el hogar de la risa, del ron, del reencuentro. Las Parrandas poseen un olor propio, una esencia de hermanamientos.
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Quienes crecieron en la villa, dan fe de que esa figura ancestral, ese parrandero posee las iluminaciones de un mismo ser que reencarna en diversas personas. Las fiestas fueron visitadas en su momento por vecinos de las ciudades cercanas y la fascinación dio lugar a que el fenómeno se expandiera. Más allá de los límites jurisdiccionales de Remedios, hay también chanza, competencia entre barrios y gente que sufre y ama. Pero el parrandero es alguien que pervive en las calles rojizas de la octava villa, que nace y muere en estos olores, en el ambiente tradicional y mitológico, en la creación y el oficio que le dan sustento y que lo hacen trascender. Las historias en torno a tales personajes son muchas. Desde ese antepasado que hizo una carroza y que tumbó la fachada de la casa para poderla sacar a la plaza hasta aquel otro que arrancó el techo y lo transformó en un trabajo de plaza. El parrandero es capaz de morir de un infarto por la emoción de un triunfo o el dolor del fracaso en la hechura de las fiestas. Cuando se visita su casa, hay hallazgos que hablan de una visión otra del mundo. Por ejemplo, el sastre Juan Carlos Morales tiene en toda la vivienda los pedazos de atrezo de años anteriores o los vestuarios colgando de una esquina del recibidor. Allí el tema perenne todo el tiempo versa sobre la fiesta, los preparativos, los proyectos, a veces hasta las diferencias irreconciliables que genera un fenómeno tan total y a la vez complejo. Máxime cuando Juanca (que así le dicen los amigos) se ha quedado casi siendo el único artesano que trabaja estas especialidades. Tanto la emigración, como las crisis materiales han lastrado el proceso de trasmisión generacional en el oficio. Y es que las Parrandas no están exentas de peligros, de riesgos, de vericuetos que las empañan a veces. Pero como Juanca existen además los artesanos de los fuegos artificiales, de los faroles de papel, de las figuras de yeso, de las plantillas hechas a partir de moldes desechables. Hay todo un mundo sumergido en medio del mar de la precariedad y el asombro.
Esta vida propia de los oficios es uno de los elementos que extendieron a las Parrandas por Cuba y que hoy constituye un requisito para la condición de Patrimonio de la Humanidad. Las fiestas deben seguir siendo de pueblo, hechas por la gente de a pie, por el ser mitológico y reencarnado. Por las calles, suelen ver que esa alma a veces se trasmuta en Asunción Brussains, más conocida como Sunsia, una mujer entrada en años que desde niña vive en torno a las piezas de los trabajos de plaza, sueña con el izaje de la bandera de su barrio, llora con los triunfos y los fracasos de esta batalla del folclor y de la vida, de la broma y de la seriedad de un arte. Ella perdió una hija en medio de un accidente con fuegos artificiales y aun así sigue formando a los suyos en el amor a las Parrandas. Todos, desde el niño más pequeño, conocen al dedillo la historia y la llevan adelante, oyen en voz de Sunsia las hazañas y las repiten. Esa oralidad, esa fuerza no fenecen, sino que van hacia el orgullo más íntimo, alimentan algo que es inasible, pero que existe y determina. La hija de Sunsia murió gritando vivas a su barrio El Carmen. No es la primera vez que sucede, ya que a inicios del siglo XX, Sofía Tata Loyola, una niña de 16 años hizo lo mismo, luego de ser abrasada por un incendio encima de una carroza. El patriotismo en Remedios tiene sus propios colores, tristezas, glorias. Y como dijera el artista de la plástica Gólgota, Dios pareciera habitar estas tierras.
Eso mismo pasaba con Luis Morales, un anciano que aun en sus años de achaque y viviendo en Caibarién, a 8 kilómetros de Remedios, iba con su energía y aplomo a cada una de las Parrandas e incluso organizaba partidas de lugareños que viajaban a Bejucal. Esos intercambios con las Charangas occidentales dieron sus frutos. Se trata de influencias, trasvases de la cultura y procesos de aprendizaje. Luis era vendedor de periódicos y falleció ciego hace un tiempo, oyendo una novela radial que hablaba sobre las Parrandas. Su alma aun perdura en el buen recuerdo. Amar es el mayor oficio de este fenómeno y el que ha garantizado su tradición y su herencia. Luis solía contar sobre sus amores de joven con las muchachas en épocas de Parrandas. Los achaques no lo tornaron ni irracional ni perdido, sino más lúcido. El ser mitológico habitó en Luis, lo puso en medio del fragor, hizo de la vida de este hombre un medio para seguir la obra y hacer que nada quedase en el silencio. Luis era la oralidad.
Ángel Díaz forma parte de una familia que siempre estuvo en las Parrandas. Su padre, hermanos, sobrinos e hijos son artesanos y hacedores. Él lleva años en el oficio de escultor, por sus manos pasaron las figuras de yeso de decenas de carrozas, desde temas egipcios, hasta hindúes, franceses y persas. Nada hay en ese universo que le sea desconocido. Una vez soñó con un trabajo de plaza y lo llevó a la práctica, lo llamó Corazón de gavilán y era una pieza gigantesca compuesta por las alas del ave, el pico y las luces de la noche parrandera. A él se le ve con vestigios de pintura, de madera, de restos de obras escultóricas. Anda en su bicicleta por Remedios, se detiene en las esquinas y conversa, polemiza, habla de lo que deberían ser las fiestas. Su existencia, su prosperidad e incluso sus problemas personales van unidos a las Parrandas como centro neurálgico, como sino y esencia. No posee academia, sino que heredó de sus mayores y luego lo trasmitió. Sus hijos, también pintores, asisten con él a los talleres de trabajo, levantan piezas de carrozas, llenan moldes de yeso, se embarran con la sustancia de esta tradición. Nada es baladí, nada sobra ni falta. Solo es necesario el tiempo que, al marcar el 24 de diciembre, pareciera traer magia, hacer milagros.
Esas manecillas de reloj también han dibujado en el aire las tonadas de las Parrandas, que pasa silbando Gabino Sifontes, un soldador y artesano que todo el año vive con las polkas de los barrios como banda sonora. No importa si en medio de una fiesta o velorio, su chiflido se oye potente. En otras ciudades del mundo, esas melodías han servido a los remedianos para identificarse unos a otros. En definitiva, silbar es un oficio también valorado, que ha contribuido a que no olvidemos los cánticos, las rumbas y demás músicas de la tradición. Siempre recordaremos que a inicios del siglo XX, esos sonidos habían caído en el desuso y que gracias a Agustín Jiménez Crespo se rescataron. El compositor fue oyendo los silbidos de los más viejos y reescribió las partituras. Ello dio paso a la pieza Suite de las Parrandas, que además de las polcas y las rumbas, nos cuenta qué sucede en una noche de jolgorio en Remedios. Hoy Gabino reencarna a aquellos ancianos silbadores, a esas almas ancestrales. La memoria usa mecanismos así de simples para pervivir.
El ser mitológico puede tomar millones de formas, a veces levanta la pieza de una carroza o martillea un pedazo de madera, hace de la rumba un lenguaje en sí mismo o lanza inmensidades de fuegos al cielo. Muere y renace a la misma vez, sin que importen ni la lógica, ni los moldes de la naturaleza, ni mucho menos la moral o las formalidades. Ese ser tiene en el pueblo sus envases, sus maneras de manifestarse. Más que una cuestión etnográfica, los estudios deberían evocar las almas que viven en este entorno de dicha, de vidas pasadas, de existencias en medio de la metafísica de una fiesta. En esa muchedumbre van lo mismo la hija de Sunsia que Sofía, ambas en un mismo vítor de gloria a su barrio, o Luis y su andar presuroso con los periódicos debajo del brazo. Las Parrandas no son patrimonio de nadie, no pudieran pertenecer a un instante en específico ni a un poder. La trascendencia es la marca y la fijeza las define como una de las fiestas más serias de la historia nacional.
Allí, en la chanza, se define el rumbo que el ser mitológico tomará el próximo diciembre. Nadie sabe si estará encarnado en una carroza de tema persa o en un trabajo de plaza acerca de las galaxias y los viajes estelares. Así de distantes son los temas, las referencias, las vivencias y los goces estéticos de este suceso.
Un viejo chiste remediano habla sobre ciertas Parrandas que los ya fallecidos estarían también haciendo en el cielo o donde se hallen sus almas. Quizás parezca exagerado, pero la oralidad ha hecho todo sea posible. El ser mitológico baja a nosotros desde esa Valhala de héroes cotidianos y nos dice que nuestra gloria está por suceder. Hay que merecer a las Parrandas y parecerse a sus brillos y dolores.
Con esa fe, surge de nuevo la fecha y se replantean las interrogantes. Remedios vuelve a ese olor a pólvora y el frio de sus calles se torna calidez humana, trabajo cultural, deseo y trascendencia.
El parrandero nos encarna a todos y ha comenzado su andanza otra vez.
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