Jorge Oliver no ha fenecido. Se van los que nada han hecho, los que poseen el impulso creador, pero no logran concretar una obra. El avezado dibujante nos ha legado un inmenso caudal que hace que su savia permanezca. Podrá haber dejado de respirar, no estará en este plano nuestro tan cotidiano y pedestre, pero sin dudas el nombre ha de mencionarse cuando se hable acerca del cómic en Cuba.
También porque Oliver, o el Viejo, era un buen ser humano, siempre dispuesto a conversar, a debatir de lo que fuera. Se trataba de una voz crítica y en ocasiones, incluso, de una agudeza temible. No se detenía ante nada y su vista inmensa deconstruía los fenómenos de la cultura. Era un conocedor de las matrices de la guerra cultural y supo cómo enseñarlo por televisión, el medio más masivo y, quizás, más difícil en cuestiones de pedagogía.
Oliver no solo creó personajes memorables, a través de los cuales narraba la historia de Cuba, sino que tuvo un sitial de importancia como divulgador de las esencias de un género nunca bien ponderado, como el cómic. En la frontera entre lo comercial y el arte genuino, esta vertiente de la creación requiere siempre de un crítico que sepa ofrecer esos momentos más luminosos, así como exponer las sombras que resultan menos nobles.
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Muchos recordarán su espacio Cuadro a cuadro de la televisión, que por primera vez se atrevía a deconstruir las mentiras atractivas de aquellas películas, y nos invitaba a participar del ejercicio de la crítica como si fuésemos tan avezados como el conductor. Eran lecciones de cocreación en las cuales se le ofrecía al público el derecho a la participación, al goce a veces desconocido de diseccionar una obra de arte y analizar sus partes más íntimas y menos originales. Oliver hizo que la gente se sintiera un poco más libre y llena de protagonismo a partir de esas propuestas suyas, de esas charlas mucho más atractivas en ocasiones que la propia película propuesta. Eso lo logra el buen crítico de cine, el periodista sagaz, el conocedor de los elementos de la gran cultura.
Además, Oliver tuvo a bien crearnos esperanza en los peores tiempos. Por ejemplo, se recuerda con especial cariño su personaje del Capitán Plin. En los años del periodo especial, los niños veían unos dibujos que imprimían orgullo a los habitantes de la isla frente a los embates de las ratas y demás enemigos. Todo un momento de síntesis en el que iban la historia, la política y la ideología, pero tratadas con maestría, sin que sobrase nada, sin que faltasen elementos.
Ese era el gran dibujante, el hombre de constancia en el conocimiento que sabía cómo usarlo de forma activa, humanista, consciente. En tales quehaceres, Cuba se benefició de la sabiduría de un ser que nada tenía más allá de su consagración a una obra y a una manera de ver el espíritu.
Por ende, hay que hablar del Viejo como mismo él lo hubiera querido, con cariño, pero recordando sus momentos de indignación frente a las malas películas o las mal intencionadas, que es mucho peor. Ese talante por dignificar el cine, por no dejarlo caer en los derroteros de lo banal, de la manipulación, vale mucho.
En tiempos en los que se necesita tanto de personas así, se requiere de un renacimiento del arte de la crítica. Sin tener la remuneración adecuada ni ser bien valorado como oficio, este tipo de periodismo ha dejado de cumplir su función. Pululan por los espacios de los medios productos que nada dicen ni aportan, enfocados en sucesos sonados como cierto video de reguetón. Por ello, las mentes gigantes, con capacidad y formas de comunicación inteligentes, tendrán que ser preservadas.
El Viejo posee la locuacidad de los genios, de las figuras que no se callan y que, en ese fluir de las palabras, llevan el decoro de muchos hombres. Nada hay mejor que la memoria y el honor en este momento doloroso de su deceso físico, que no espiritual.
Juan Carlos Subiaut Suárez
22/9/23 14:25
Otro grande que se nos ha ido. El "viejito loco de Cuadro a Cuadro" como le identificaban ya, por la excelente comunicación que había calado en el público televidente, logro que ningún comentarista de cine había alcanzado desde el Doctor Mario Rodríguez Alemán. Como historietista también logró una aceptación popular y un reconocimiento de sus personajes en y por el amplio público, en especial por los niños, comparable a otro maestro, Juan Padrón y su saga de Elpidio, los niños fueron capaces de identificar en la Isla del Coco, rebelde e insumisa, defendida hasta las últimas consecuencias y contra todo enemigo, por sus pobladores, con Cuba, y a su Jefe, el Capitán Plin, no necesito decir con quien, como le respondieron los integrantes de la Colmenita al Comandante. Mis condolencias a familiares y amigos.
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