La primera vez que vi a Silvia Rodríguez Rivero fue en un concierto de su esposo, José María Vitier, en la Iglesia Parroquial Mayor de Remedios. Entonces aún no había comenzado a pintar su obra; una peculiar muestra del mundo que rodea el entorno de la familia Vitier-García Marruz. Ella, fascinada por las leyendas locales, recibió un regalo de varios artistas remedianos: pedazos de madera de las ventanas y las puertas que se habían caído fruto del paso del tiempo. Eran apenas restos informes de los que parecía imposible sacar algún tipo de arte. Sin embargo, meses después, en otra edición de conciertos, se organizó en los salones del propio templo la primera exposición, y todos pudieron apreciar el despegue de la artista. Se sabe que en Remedios, desde el siglo XVII, hay una pelea contra los demonios que sirvió de inspiración a Fernando Ortiz para vertebrar una importante obra a propósito. Resulta que, según rezan las actas de varios exorcismos de la época, los diablejos descansan en una de las cuevas cercanas a la villa y amenazan con destruirla y poseer a sus habitantes. En esta imaginería se basó Silvia para concebir sus iluminaciones en madera.
La artista se inspiró en el misterio que se respira con solo poner un pie en la villa, recorrer sus iglesias y hablar con la gente. Así me lo ha dicho varias veces, pues desde aquel primer encuentro Remedios ha estado presente en su familia, en el entorno del cual comenzaron a salir obras fabulosas. La idea era sacar de la madera añeja todo lo que el tiempo le había impreso y darle hermosura. La técnica de Silvia ha fructificado, pues nos dice que el lienzo y el momento parecieran dar a luz. De manera que ella solo es un intermediario por el cual pasa la obra ya fracturada en algún recoveco de la espiritualidad. Este platonismo pictórico no es casual en una mujer que ha crecido desde jovencita en un entorno de creación atravesado por ideas católicas, nacionalistas, origenistas. Aunque podríamos verla como una creadora intuitiva, hay en su pátina el toque profesional propio de una persona culta y sensible, de una mujer que se aproxima al arte desde la poesía, la música, el cine, el teatro. Como los talleres renacentistas, la casa de los Vitier-García Marruz es un hervidero de obras y de creacionismo espiritual que asciende a los más excelsos elementos de la cultura nacional, sin ser ellos nunca superficiales ni tratar con desdén alguna de las esencias patrias, aun las más sencillas o alejadas, como puede ser la pequeña villa remediana.
Así, en sus más recientes obras, Silvia se vale de otros temas como la emigración, que tan común y tanto nos golpea hoy. En esas piezas no solo aparecen personajes reiterados en series anteriores, sino que se transmutan y asumen el ropaje de un conflicto que interpela a la nación y que de alguna manera restablece paralelismos con los demonios remedianos. Si antes el foco estaba en ese pasado lleno de diablejos que salen del interior de la patria y que la combaten, ahora hay una búsqueda hacia afuera. En ambas ocasiones existe una defensa de lo propio que se aleja de demarcaciones mediocres y que no le teme a la complejidad ni al carácter polisémico de la pintura. El mar y el color azul sustituyen los tonos ocres y rojizos de los avernos que rodean a Remedios. Hay una angustia más sutil, casi silenciosa en esta temática, la cual queda retratada en los diferentes cuadros.
Si una parte de la crítica quiere ver todavía en Silvia a una autora naif, es su derecho; otros preferimos asumirla como una especie de demiurgo que convoca a las sombras y las ilumina. Es esta visión platónica, en el buen sentido, lo que realza aún más a la artista y la coloca en el mismo tono profesional que otros tantos. La ausencia de una formación pictórica se suple a partir de una sublime visión desde el alma más honesta, la cual halla en la composición, los colores, la elección de los temas, que consagran e iluminan, que perfeccionan y que dan lustre. Silvia es de las autoras que traza un rayo en medio de la oscuridad y nos permite ver otros ángulos de la realidad, tal y como Platón lo plantea en el mito de la caverna. No en balde el asunto de los demonios en la cueva remediana le fascina, la lleva a pintar y la regresan una y otra vez a la octava villa.
El tema de la poesía es otra de las iluminaciones salvadoras en este muestrario ya amplio de la obra de Silvia. Y ahí entra el contacto con Cintio Vitier y Fina García Marruz. Estas dos figuras tutelares están presentes en las temáticas y en la forma en que se tratan. El Cristo que surge por momentos en estas series está lejos de los altares; es un hombre común que aparece junto a los niños pobres, en una calle de cualquier villa. Si los demonios tienen esa dimensión tremenda, horripilante, la contrapartida celestial camina junto a las personas, se adentra en el universo humano, comparte con nosotros los mismos dolores y angustias. Las respuestas que deberían provenir de un Dios supremo están en el ser humano y su constante búsqueda de sabiduría y de bien. En tal sentido, el tema del viaje (visto sobre todo en los cuadros sobre la emigración) nos sugiere la emergencia de un traslado hacia adentro, más que hacia otras latitudes. Viajar implica conocer, y ello se puede hacer desde la inmovilidad del artista en su sitial de privilegio: la sensibilidad.
Silvia vertebra una obra que tiene un solo enemigo: el olvido. Su golpe va de memoria en memoria, y por ello la primera inspiración fueron unos maderos antiguos de una ciudad perdida en la geografía cubana. En ella hay una voluntad de rescate de lo mejor de nuestras vivencias cotidianas, de la poesía más sutil y misteriosa. Ese logro es poco común en las artes visuales cubanas de hoy, donde priman algunos episodios de imitación, esnobismo, nihilismo y banalidad. No hay en Silvia otro interés que la cultura en sí misma, que develar ese ser que la atraviesa y que proviene de regiones ignotas. Platonismo que no se agota en la pintura, sino que lo podemos catar cuando conversamos con ella y vemos que no existe contradicción entre la obra y la persona, entre la proyección pictórica y su concreción social, familiar. Ella pinta, entre otras cosas, porque es una buena persona y quiere llevarlo a las imágenes, perpetuar la excelencia del alma en sus dimensiones más elaboradas y puras. Partiendo del drama humano, pareciera que la obra de Silvia es infalible y casi se puede decir que proviene de un arcano desconocido hasta para ella misma.
Años después la artista ha expuesto en varios sitios de la Isla, si bien pretende regresar a Remedios, donde halló origen esta inquietud suya. En la villa persisten los mismos conflictos que las personas justifican siempre desde el punto de vista mitológico: los demonios. Todo, en este paraje tan garciamarquiano, posee el poder de lo irreal y de lo propio, de lo patrio y de lo íntimo. Si Silvia vuelve, se reencontrará con los artistas locales que creyeron en su sensibilidad y que hoy saben de la obra vertebrada e inmensa. Algunos de nosotros nos hallamos en gestiones para que el arte retorne a sus raíces y se abran de nuevo los salones de la Parroquial Mayor. Sin embargo, hay que acotar que no solo se trata de Remedios, sino de Cuba. Lo que Silvia ha captado es la forma maravillosa de un país que está repleto de contradicciones y de bellezas; uno que posee las dimensiones de la poesía origenista y que aún no nos revela lo más hondo y real que lo domina. En esa batalla contra la desmemoria, la artista cruza los entresijos del tiempo y establece nuevas pautas para tratar la beldad de un fenómeno. Ese oficio de pintora y dibujante nos trae otro ángulo de una familia como la suya, inmersa en la creación y que es porción prístina de la hechura nacional.
Cuando se oyen las piezas de Vitier y ello va acompañado por las obras de Silvia, se está en otro momento de las artes. Solo los rituales más complejos y misteriosos de la antigüedad pueden tener un tono parecido. La suerte quiso que dos personas se hallaran y nos entreguen lo mejor de sí mismas. Quizás el arte contemporáneo deba aprender de esta relación creativa y ver que no hay verdades ni en el egoísmo ni en el egocentrismo de estos días. Una cuestión muy trascendental en los cuadros de Silvia es la presencia de colectividades, de grupos de figuras que llenan el horizonte y que no lo dejan jamás en la soledad. Esa es la savia que atraviesa los cuadros: la lucha contra un silencio nacional y un vacío filosófico. Hacerlo desde lo íntimo, desde la familia y los amigos, desde la pareja, vendrían a ser pautas adicionales. Silvia rescata la dimensión ética de las artes visuales cuando hace una obra preocupada, situada en nuestro entorno, pero que a la vez se proyecta más allá y reniega de la mediocridad de soluciones fáciles y escapistas. No es una obra para alienarnos, no es la belleza de un cuadro para colgarlo en una pared, es un golpe contra nosotros mismos, que nos mueve el subsuelo y nos pide que nos elevemos, que vayamos más allá. Este plus ultra queda retratado en los tantos temas y sus derivaciones conceptuales, los cuales son materia de la crítica y del público más avezado y amante de la hermosura de las artes.
Si el arte debe ir a lo más santo y elevado, Silvia ha logrado su propósito. Si su obra fuese fruto solo de la diletancia o el mero empuje momentáneo, no habría concretado tantos mensajes polisémicos, tanta admiración. Es un muestrario que se sostiene en sí mismo y que aunque es deudor de un entorno, no depende de ello. Se nota que la autora ha procedido por acumulación y desde el silencio. Muchos años sin pintar hicieron que ella lo haga profusamente, pero que no caiga jamás en la superficialidad, sino que cada trazo tiene el peso de la sensible huella y del pensamiento inteligente. Son hermosos los momentos en los cuales se la ve humilde, dialogando con la gente que va a ver sus exposiciones. Porque no existe otro interés en Silvia, y ello la engrandece y la lleva a seguir obrando. Su daimon griego revela los pasajes más secretos de un ser que se muestra hoy a través de la contradicción y las interrogantes, pero que no para de fascinarnos. Como la esfinge, Silvia sigue hablándonos. Aborda desde lo íntimo lo universal; va del infierno en Remedios a los cielos de un paraíso buscado en mil emigraciones. Entre los tonos del azul y del rojo, entre la oscuridad y la luz, ella ha sabido ser la guía y la esencia de un momento.
Si seguimos la lógica del platonismo presente en estas obras, se trata de ideas que pueden existir por sí mismas, de universales que se expresan de manera autónoma y vivencial. El paso a través del lienzo, de la madera, hace que los simples mortales podamos apreciar esas sutiles maneras del ser. Silvia, más que una autora intuitiva, es el vehículo elegido para que se dé un momento de epifanía. Las iluminaciones no se detienen en la materialidad, sino que prosiguen y tienen una resonancia en otros tantos espacios de la espiritualidad y del goce estético. Lo material es solo un instante de expresión, mientras que la idea permanece intocada.
Quizás por eso el entorno ideal de la obra de Silvia sea la Iglesia de Remedios, entre los retablos barrocos y la música sacra. Allí existe una concreción misteriosa que realza los valores de esta muestra y que nos lleva —a quienes observamos— a un plano también superior desde el punto de vista crítico. Si los templos católicos se hicieron buscando la altura física, a imitación de la espiritual, Silvia funciona de forma parecida. Cada obra posee una dimensión visible que apunta hacia otra no visible y suprema. En esos entresijos descansa una porción importante de la trascendencia de esta mujer. A fin de cuentas, el arte se acerca a una especie de ser supremo. Ese ascenso queda registrado en la manera en que la artista se perfecciona, halla sus verdades y nos las propone. La identidad entre el pensamiento y la obra va poco a poco logrando que se produzcan otras tantas epifanías.
Silvia seguirá actuando como intermediaria entre su espiritualidad y quienes vivimos en este plano de la existencia cotidiana. Sin duda, sus traslaciones metafísicas, sus hallazgos poéticos, poseen otras tantas concreciones que están por llegar. Quedamos por ahora expectantes.
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