lunes, 23 de septiembre de 2024

Aniversario con sombras

Como buena parte de los documentos constitutivos, la Declaración norteamericana de Independencia tiene sus bajas...

Néstor Pedro Nuñez Dorta en Exclusivo 04/07/2014
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Cada 4 de julio, los estadounidenses celebran al Día de la Declaración de Independencia de las entonces Trece Colonias con respecto al poder colonial británico, que objetivamente sucumbiría militarmente cinco años después, en 1781, en aquellos parajes del Nuevo Mundo.

Redactada por Thomas Jefferson, y adoptada oficialmente en 1776, exactamente 238 años atrás, el documento en cuestión no se diferencia demasiado de otros muchos producidos antes o después de la revolución de los colonos norteamericanos.

Y como algunos de sus antecesores, o de aquellos que aparecieron más tarde en la historia, la Declaración de marras intenta sentar las bases de titulados “principios universales”, que en su texto se resumen en el hecho de que “todos los hombres son creados iguales”, y que “su Creador les da ciertos derechos inalienables, entre ellos el de la Vida, el de la Libertad, y el de la Felicidad”.

Sin embargo, lo cierto es que el documento, al igual que otros de su tipo, no escapa a la impronta clasista de quienes lo concibieron ni al instante concreto en que apareció a la luz pública.

Así lo hace notar claramente el propio académico norteamericano Howard Zinn en su libro La otra historia de los Estados Unidos, cuando afirma que en gran medida la proyección pública de estos enunciados intentaba, en primer término, levantar los ánimos de los colonos y sumarlos al enfrentamiento contra Gran Bretaña, que con su monopolio comercial saqueaba a sus posesiones foráneas y entorpecía y saboteaba el “espíritu emprendedor” de los grupos pudientes de ultramar.

Por demás —recuerda la misma fuente a modo de reveladora ilustración—, el 69 % de los representantes signatarios de la Declaración de Independencia habían sido funcionarios coloniales al servicio de su majestad inglesa, y en su casi totalidad se contaban entre las familias acaudaladas y los grandes propietarios de tierras y bienes.

En consecuencia, cuando hablaban del “hombre y sus derechos concedidos por el Creador”, no sumaban a esa categoría a sus esclavos africanos, a los inmigrantes y labradores pobres de raza blanca, a las mujeres, y mucho menos a la población indígena autóctona.

De hecho, la Declaración no admitió siquiera un atisbo condenatorio a la trata negrera, no menciona al sector femenino, y en el caso de los indios los califica de “salvajes inmisericordes cuyo dominio del arte de la guerra consiste en la destrucción indiscriminada de toda persona, no importa su edad, sexo o condición”.

Es lógico entonces concluir con Zinn que el acta patriótica no puede ser asumida ni mucho menos como el sacrosanto basamento de una sociedad realmente justa, participativa y libre en todos los sentidos.

En todo caso, detrás de muchas frases, que por su contenido formal suscribiría cualquier persona honesta, estaba solapada la intención de ciertos grupos de poder de desplazar la tutela externa para modelar un sistema local exclusivista, discriminador y violento, trazas que aún persisten luego de transcurridos mucho más de dos siglos y cuarto de los sucesos del 4 de julio de 1776.

No puede negarse, sin embargo, que entre los que lucharon contra el poder británico existieron personas imbuidas de un real patriotismo y de sentimientos nobles y limpios.

Pero el devenir indica que, lamentablemente, aquellos años del siglo XVIII marcaron ante todo el surgimiento de un sectario poder depredador que no tardaría en extenderse a sangre y fuego hacia el oeste y el sur del Nuevo Mundo, y que con el tiempo pretendería hacerse dueño absoluto del universo, al tiempo que dentro de sus predios mucha gente aún no ve reflejada en sus vidas cotidianas ni una pizca de los lustrosos preceptos humanos redactados y aprobados por los padres fundadores de la Unión.


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Néstor Pedro Nuñez Dorta

Periodista


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