Ante la perspectiva del imaginario común existe un José Martí impoluto y necesario, es cierto, pero que a fuerza de costumbre y desacertadas re-visitaciones ha terminado por convertirse en una remembranza aburrida, aún cuando no deja de abrumarnos toda la espesura de su obra, aún cuando reconozcamos el prodigio de su virtud.
A mí, sin embargo, me sigue cautivando la idea de un Martí mitológico. No deja de ser tentador encarecer la grandeza del héroe que supo ganarse el mármol de las plazas luego de hondas pesadumbres, la del apologista que evocaba las hazañas de otros hombres, la del que desataba la furia de sus palabras contra un imperio al que supo admirar y presentir en su justa medida, la del que extrañaba cada centímetro de una patria que le había sido esquiva y a la que regresaría para marcarla con la tintura de su sangre y dejarle un vacío sin fondo.
A Martí lo hemos investido con a la apócrifa idea de la perfección con que exaltamos a muchos otros mártires. Como si el mal fuera poco,hemos sometido su pensamiento a lamentables excesos y deformaciones, hemos desintegrado sus textos y los hemos presentado como haikus en ráfagas, casi siempre en imperdonables ejercicios de descontextualización, sin advertir que a la larga cometemos el terrible acto de negarnos a nosotros mismos la esencia de un ser humano inigualable y con esto las claves para la comprensión de sus textos.
Hemos repetido infinitamente, por ejemplo, ser cultos es el único modo de ser libres, pero olvidamos, tal vez de forma circunstancial ser bueno es el único modo de ser dichoso, y omitimos (me gustaría pensar que a causa de algún descuido) pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno. Cada vez que recuerdo esta frase pienso en las palabras de Leila Guerriero cuando dijo: “Yo no busco maestros, pero a veces leo cosas así”.
A mí, aún con todo esto, me ata a la raíz del apóstol otro secreto fervor. Hay un Martí que me gusta todavía más: El individuo simple devenido en escriba sagrado. Entre toda su obra creo que su epistolario es un momento superior. En sus cartas descubrí un ser transfigurado ora en poeta de fina ética ora en ser concupiscente que soñaba suya la belleza de todas las mujeres. Yo me quedaría con ese Martí, con el ser humano que escribe con todas las fuerzas de su alma, ese que sumido en no sé qué tamaña melancolía llegó a decir alguna vez:
Rosario, me parece que están despertándose en mi muy inefables ternuras, (…) decía yo anoche la verdad, tristezas como sombras me anonadan a veces y me envuelven. Y tienen estas pequeñeces tal real grandeza, y crezco yo en ellas tanto y más muero yo tan bien, que -aunque no soy más que una perenne angustia de mi mismo- todavía tengo una extraña sonrisa para mis locos dolores y pensamientos de cariño para estas invencibles tristezas que me envuelven.
Este es un Martí diferente al de los ensayos en que no resalta de primera cuenta como adalid político y conocedor de toda esencia latinoamericana, diferente al de muchos de sus versos en que la inspiración no va ceñida a la voluntad de cuidar la técnica literaria, ajeno también a la fuerza de los discursos que nunca pudimos escuchar de su propia voz; es simplemente un hombre enamorado, un escritor deshecho en cada uno de sus instintos, desnudo en su estremecimientos más humanos, un hombre devoto de todo favor de mujer, un ser común cuyo un genio literario no le impidió decir:
Parece imposible que dos cuerpos puedan pesar menos que uno; desde que mezclé su sangre con mi sangre la mía es más ligera, y desde que me la eché sobre los hombros ando más a prisa. El espíritu se burla de la materia, y mi amada de Kepler y de Newton (…) mujer debe llamarse compensación.
Martí en las cosas más simples
Yo entendí el universo de José Martí un poco tarde, por medio de una conferencia que Pedro Pablo Rodríguez, deán insuperable de los estudios del apóstol, ofreciera en el teatro de mi facultad hace dos años. Rodríguez, armado con toda su sensatez y sabiduría, dijo entonces algo que muchos sospechábamos, “a Martí nunca terminaremos por entenderlo en toda su magnitud, aún cuando exista un centro que a tiempo completo se dedique al estudio de su obra”.
Otra forma de recordarlo y acaso también de amarlo me llegó con las clases de Antonio Álvarez Pitaluga a quien (no sabría explicar bien por qué) siempre encontré una gran parecido con el héroe caído en dos ríos. Este profesor siempre defendió en sus clases una tesis cuyo fin es limpiar todo indicio de polvo en la historia y que propone honrar no solo a Martí, sino a todo pasado trascendental en las cosas más simples, por medio de acontecimientos diferentes, incluso personales.
No se si mi historia se ajusta a lo que quiso decir Álvarez Pitaluga, pero yo desde entonces la he visto y la he contado así, quizás porque pienso que los símbolos no dejan de ser sagrados hasta que los deshonramos con actos. No todos los homenajes tienen que ser solemnes, no hay medio más eficaz que el sentimiento para concebir el elogio.
Cierta fe martiana
Hace seis años, cuando pasaba el servicio militar, como parte de la construcción en que se encontraba mi cuartel estábamos reparando la fachada del muro que servía de respaldo a la figura de yeso del hombre que murió de la forma que siempre había añorado, derribado por proyectiles españoles, luchando por instaurar la república soberana, hace hoy 120 años.
Ese día de diciembre de 2009 cada uno disponía de un hacha para desgarrar la pared y cuando nos fuimos acercando al busto el jefe de la unidad nos advirtió sobre la reprimenda que caería sobre el que dañara la imagen del héroe nacional.
Aquella tarde recuerdo que me pesaban el sueño y el cansancio de siete jornadas sin salir del comando, el pase me tocaba al siguiente día, por lo que puse espacial cuidado en no cometer ningún error en mi trabajo. Sin embargo, hubo un momento en que una muchacha de una belleza más que sugestiva pasó cerca del grupo y mis compañeros la llenaron de elogios. Yo nunca detuve los hachazos mientras me volvía a mirar a la dama, de forma que perdí por completo la dirección del instrumento y de un tajo dañe el exterior de la pequeña estatua.
No olvidaré entonces que yo; que fui criado en brazos de un apateísmo absoluto, que había rezado muy pocas veces fuera de un partido de futbol; invoqué la providencia del propio apóstol con una fe digna del más devoto de los hombres, como si Martí fuera un Dios pedí por mi pase, rogué por un día en la calle luego haber estado de siete de guardia, por no quedarme los quince de castigo obligatorio que sumarían veintitrés en la unidad.
Por suerte el jefe no estaba cerca y con una mezcla de recebo y cemento tuve tiempo de amasar un bulto improvisado que coloqué en el lugar preciso y luego pinté de blanco. Confieso que al terminar miré mi obra con orgullo de artista y una vez más recé por mi suerte. Al día siguiente, cabe mencionarlo, dormí en casa.
El amor es en cualquier caso un acto íntimo. Desde entonces Martí ha dejado de ser únicamente el apologista brillante, el recio antiimperialista, el seductor infalible. Cada vez que termino alguna de sus obras mi recuerdo más translúcido no lo figura retratado en algún campo de Jamaica, ni desbordado en un cuadro de Arche, ni en una imagen donde un adolescente que no puede esconder su odio lleva amarrado al tobillo una esfera de hierro. Yo veo un frontispicio de yeso levemente mutilado por un hacha de bombero, un martí reconstruido con recebo y cemento, una imagen exquisita que, quizá de ser tan simple, me hace amarlo más.
Olga
22/5/15 11:11
Un artículo muy acertado, es importante que veamos a Martí como lo que fue y sigue siendo UN HOMBRE, excepcional, pero ante todo HUMANO.
Rose
19/5/15 17:59
Gracias por este aporte, me ha ayudado mucho a ampliar mi horizonte.
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