En efecto, transcurridos los primeros instantes en la reciente apertura del 67 período ordinario de sesiones de la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, se hizo evidente el rumbo opuesto de la Casa Blanca con respecto a la mayoría del orbe.
Mientras oradores iniciales como las presidentas de Brasil y Argentina, o el mandatario sudafricano, por ejemplo, proyectaron sobre los asistentes los dramas claves que vive la humanidad (guerras, pobreza, desigualdad, irrespeto a la autodeterminación, tragedia ecológica, crisis económica, entre otros), Barack Obama, a nombre de la primera potencia imperial, no hizo otra cosa que promover una vez más la idea de que la ONU debe ser “aliada fiel e incondicional” del hegemonismo Made in USA.
Y no es apreciación militante ni mucho menos. Lo confirman analistas, periodistas y diplomáticos presentes en Nueva York, junto a la propia diatriba del presidente empeñado en lograr cuatro años más al frente de la Oficina Oval.
Algunos aducen incluso que su mensaje tiene precisamente mucho que ver con la campaña proselitista en la marcha hacia la Casa Blanca por un nuevo período, por tanto le era indispensable proyectar la imagen de un presidente fuerte, decidido y enfático en la presunta “defensa de los intereses nacionales.”
Lo cierto es que más que proferir reiteradas amenazas contra Irán y su programa para el uso pacífico del átomo, proclamar el “necesario fin” del gobierno sirio, y emprenderla contra los musulmanes indignados por el irrespeto occidental a Mahoma, no hubo nada sustancial en el discurso de Obama ligado a los cruciales avatares mundiales, con origen, en enorme medida, en la propia trayectoria agresiva y expoliadora de los poderosos.
La tesis “barackcista” no fue otra entonces que intentar sumar a la ONU a los planes injerencistas norteamericanos y de sus aliados, estigmatizar y pedir la cabeza de los “incómodos”, y callar- como es costumbre- las barbaridades propias y de sus más fraternos aliados.
Así, pidió terminar con la “intolerancia y la violencia” populares en Asia Central y Oriente Medio, de manera de no lastimar en un ápice, entre otras cosas, a un Israel sionista que debe prevalecer intocable y seguro, y con la “incuestionable” prerrogativa de ser la quinta potencia nuclear mundial, según los propios informes secretos de la CIA norteamericana.
En fin, la eterna aplicación de la ley del embudo, donde la boca ancha no apunta precisamente hacia la mayoría del género humano.
Desde luego, la costumbre oficial norteamericana de intentar imponer pautas en la ONU no es nueva ni se limita al ejercicio retórico.
Apenas tres décadas atrás, en momentos de auge del movimiento de liberación nacional tercermundista y en el contexto de una Guerra Fría donde el riesgo de conflicto nuclear pareció titubear ante la posibilidad cierta de destrucción mutua entre Washington y Moscú, los círculos ultraconservadores norteamericanos llegaron a tildar de “comunista” y “anti estadounidense” a las Naciones Unidas, y a sabotear incluso las cuotas monetarias que la potencia imperial debe abonar a esa agrupación y a sus entidades por su membresía.
De manera que la frustrante presentación oratoria de Barack Obama ante el plenario de la ONU este septiembre no resulta algo inusual.
Lo grave y alarmante, vale subrayarlo otra vez, radica en un contenido que dejó de lado las más acuciantes preocupaciones y desdichas globales, a cambio de poner sobre la mesa, únicamente, lo que Washington estima vital para satisfacer su propio ego imperial.
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