En la globalizada aldea mundial, donde prima el desguase político entre los partidos, el modelo electoral cubano suele ser duramente enjuiciado sin tener en cuenta que es fruto de la experiencia histórica nacional.
El sistema electoral nacional, con profundas raíces en el pensamiento humanista de Martí, comparte espacio con otros modelos diferentes repartidos por las cuatro esquinas del planeta.
Obra humana al fin y al cabo, las elecciones contemporáneas cubren un abanico diverso que se adapta a la cultura e idiosincrasia de cada nación, por eso nadie puede decir cuál resulta mejor o peor sin correr el riesgo de juzgar prejuiciadamente.
Así, lo que para unos no resulta, funciona para otros y justamente esa diversidad es la que confirma el carácter humano de las elecciones, aunque, para ser justos, la humanidad ha ido perfeccionando cada proceso.
Cuando hace dos mil 500 años los atenienses inventaron la democracia, y con ella las elecciones y el voto, establecieron que el resultado sería el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Fue Pericles quien subrayó que aquel modelo no lo habían copiado de nadie, respondía a la idiosincrasia nacional y tenía como designio defender los intereses de la mayoría. Sin embargo, los atenienses, primer modelo democrático, prohibieron el voto a mujeres, extranjeros y esclavos.
Otro punto de inflexión de la historia fue la Revolución Francesa que proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre, pero que guillotinó a la revolucionaria Olimpia de Gouges por proponer un texto similar para las mujeres.
Y más cercano a nosotros en la geografía, está Estados Unidos, cuya Constitución original permitía sólo el sufragio a hombres blancos y propietarios. Precisamente en ese país, cuya Carta Magna se considera la segunda en antigüedad en el mundo, el presidente es electo con los votos del colegio electoral, lo que permitió a W. Bush ganar en el año 2000 sin obtener la mayoría del sufragio popular.
Muchos siglos después, y a miles de kilómetros de aquella precursora sociedad ateniense, en esta isla verde y caliente se construyó también un modelo democrático sui generis, cuyas raíces están en el filo de un machete alzado en la manigua liberadora.
A diferencia de otros muchos lugares, Estados Unidos incluido, en Cuba hubo legislación nacional antes que independencia, pues a punta de machete se escribió la Constitución de Guáimaro en 1869, cuando España aún nos tenía aherrojados.
Aquella Carta Magna estableció la elección del gobierno por una unicameral Asamblea de Representantes, lo que se ratificó después en Jimaguayú, Baraguá y La Yaya. En esas Constituciones rebeldes están las raíces más profundas del actual modelo electoral que pone por delante a la honestidad personal y al mérito público.
Cuba, que en 1959 tuvo la osadía histórica de dar un vuelco radical a su ordenamiento socio-político, tuvo por tanto que construir un modelo electoral autóctono y diferente. Con el surgimiento hace casi 35 años del Poder Popular y de la Constitución Socialista, el país asumió una nueva forma de gobierno, nacida de un original proceso electoral.
Con sus luces y sus sombras, como toda obra humana, el sistema cubano reivindica la participación popular y recoge lo mejor de la tradición humanística mundial. Así, sin complejos de inferioridad, nuestro proceso convive con otros, pero con la brújula puesta en Martí, para quien “El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país”.
Como ayer los mambises, hoy el país no puede permitirse fracturas que debiliten el proyecto, de ahí la necesidad del voto consciente por los mejores. Porque votar por el mérito y la capacidad este domingo será garantizar la autenticidad de un sistema mambí y verdeolivo.
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