Cuando entramos en la década de los 70 ya estaba afincada en Cuba la práctica de no dar propinas, aunque un colega, Guido de Armas Bermúdez, siempre las dejaba, lo mismo en la cantina del Restaurante 1878 que en cualquiera de los bares existentes alrededor del Parque Vidal de Santa Clara.
No pocas observaciones le hicimos al veterano periodista, quien al ser mal atendido en el otrora Hotel Central (hoy remozado y dedicado al turismo internacional) quise prácticamente convocar a una reunión del consejo de dirección y los trabajadores implicados.
Con su ecuánime hablar característico y gestos pausados me llamó a la calma, apeló a mis ancestros asiáticos para pedir ecuanimidad, a lo cual le riposté que si todos nos quejamos, si todos reclamamos nuestros derechos a ser bien atendidos, nada de eso sucedería.
Pasaron las décadas de los 80, los 90, y ya adentrados en la segunda década de un nuevo milenio, recuerdo aquel incidente, los criterios de Guido, y póstumamente le estoy dando la razón que en aquellos tiempos le negué.
No puedo citarlo textualmente, no solo porque han pasado los años, sino porque sus ideas las fue expresando en distintos momentos, sobre todo, cuando le hacíamos alguna observación a su permanente práctica de dar propinas.
Por cierto, en una ocasión montó en cólera porque uno de nosotros se dedicaba a apropiarse de las propinas que dejaba.
Sus criterios eran: Cuando un cliente paga, no solo está cubriendo lo que cuesta el producto o servicio, además de las ganancias, sino que también está entregando un dinero a cambio de que lo traten bien, pues es lo que forma el sueldo, tanto del trabajador como de los jefes que deben hacer cumplir las tareas.
Por cierto, allá por los 90 del siglo pasado, a raíz de otro incidente de mala atención que padecimos, otro periodista, Ifraín Sacerio Guardado, había comentado que Guido tenía razón, pues dentro del pago está también incluido lo que se aporta por un buen servicio.
Esto sí es casi textual, y lo dijo Sacerio: “Mira, la propina es para premiar el sobrecumplimiento. Si no hubiéramos quitado eso, esto no estaría así. Guido tenía toda la razón”.
Los tiempos cambian. Más o menos ese fue el razonamiento que hacíamos allá por los años 70 para desaprobar que nuestro colega diera propinas, y los tiempos siguen cambiando, pero lo que no cambia es el encadenamiento que tienen los maltratos, uno tras otro, el de un sector lo recibe en otro y en otro…
Y lo que públicamente es frecuente ver o, mejor dicho, sufrir, es que quien tiene la posición de ser el que presta el servicio o vende exige que le beneficien con lo que llaman “atención al hombre”, es decir, que le den merienda, que le creen las condiciones para realizar cómodamente su labor, que el centro de trabajo contribuya a resolverle sus problemas, y una larga lista de derechos con los cuales nadie puede estar en desacuerdo.
Harina de otro costal es cuando hasta a viva voz, ante un conglomerado de clientes o personas que esperan sus servicio, esos que tienen en el momento la función de ser empleados, adoptan cualquier decisión para ellos no tener calor, hacer su labor en silencio, no estar incómodos y otro kilométrica enumeración de condiciones.
Son decisiones aplicadas por el empleado, la mayoría de las veces con la siempre presente ausencia del que ocupa un cargo en la entidad, sin importar entonces las incomodidades que padecerá el prójimo, amparado en regulaciones sobre la protección al consumidor
Estamos ante un fenómeno de reacción en cadena que sí tiene solución. ¿Cómo? A pensar y actuar… y, por supuesto, a comentar sobre el tema si lo desean.
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