Uno de los pintores de mayor trascendencia en el panorama de la pintura cubana, René Portocarrero, cumpliría un siglo el día 24 del presente mes, una fecha de gran significación para la historia patria, por marcar el inicio de la Guerra de Independencia o Necesaria, como la calificara Martí, en 1895.
El propio día 24 será inaugurada una muestra transitoria dedicada a tres temáticas de la obra pictórica de este maestro del color y de la luz, en el edificio de arte cubano del Museo Nacional de Bellas Artes, donde los visitantes podrán emprender un tránsito por su obra, en la contemplación de originales de los fondos de la institución, bajo el título de La ciudad, sus mujeres y las fiestas populares, que se extenderá hasta el 22 de abril.
Artista que pudo disfrutar del apogeo de su celebridad en vida, se ha engrandecido con los años, a través de los estudios realizados por especialistas y críticos, los cuales han aportado elementos para la apreciación del arte de uno de los grandes de la contemporaneidad en cualquier latitud. Sus creaciones van mucho más allá de lo decorativo, como sostienen algunos estudiosos, pues son, ante todo, expresiones de la identidad cubana insufladas del lirismo poético que prima en el conjunto de su obra, en lenguajes tan diversos como la figuración, la génesis del expresionismo abstractofigurativo y figurativo renovador, con un aliento inspirativo que frisó el umbral de la postmodernidad.
DE LA ACADEMIA A LAS FIESTAS POPULARES
Con una formación eminentemente autodidacta y ansias de superación admirables, incursionó en retratos femeninos, de acuerdo a los códigos del naturalismo clasicista. Ocurrió en su labor una metamorfosis sorprendente, tal como con los otros integrantes de la corriente denominada primera vanguardia pictórica, surgida en Cuba en la cuarta década del siglo pasado, etapa en que fueron encontrando también su ruta hacia nuevos cauces que les impulsarían a un estilo definitorio: Mariano Rodríguez, Eduardo Abela, Víctor Manuel y Amelia Peláez, quienes sorprendieron al mundo con sus universos de tanta originalidad, concebidos con impecable factura y donde cuajaba lo visto y vivido en Cuba y otros países del mundo con un sello personal.
PROTAGONISTA DE SUS PRIMEROS AÑOS, SIEMPRE PRESENTE
La mujer fue el motivo central de la obra de este hombre, que no necesitaba modelos para enfilar su inspiración hacia cuadros que le nacían del corazón, de sus sentimientos; tales obras integraron varias etapas de sus afanes como pintor, desde las primeras inspiradas en caras conocidas o que le impresionaron al encontrarlas en el barrio, o en un encuentro fortuito, que le dejaba impactada la retina. Con el tiempo fueron surgiendo mujeres en diversas series como las que emergieron allá por los setenta, con sus pamelas, en dibujos monocromáticos, hechos en tintas de finísimo trazo, o las que conformaron el conjunto titulado Retratos de Flora, en 1966; rostros de mujer coronados por flores de calidez cromática que las hacía devenir símbolos de la primavera, en esas criaturas que eran, sin quererlo, mariposas, porque parecían poseer alas invisibles, y en ellas había un vuelo, como de danzas imaginadas.
CIUDADES Y CATEDRALES DE LUMINISCENCIA CROMÁTICA
Fueron estos los motivos centrales de una parte de su obra, iniciada en los 60, y continuaron formando parte de su imaginario hasta su muerte, ocurrida en 1983, en La Habana. Aunque algunos criticaron la profusión de obras concebidas en esta serie, cada una poseía no solo un aliento, sino una estructura y una proyección espacial diferentes, realizadas en óleo sobre lienzo y en tempera sobre cartulina.
Lo curioso es que, tanto las ciudades, evocadoras de La Habana, en edificios superpuestos de un modo peculiar, donde la aparente linealidad evidencia una singular perspectiva, como una visión barroca, que parece llevar a la pintura las descripciones carpenterianas en La ciudad de las columnas, o en sus crónicas de diarios como Información o en revistas como Carteles. Indudablemente, Portocarrero supo visualizar y otorgar línea y color a lo real maravilloso americano, con ese barroquismo que emanaba de la literatura de Alejo Carpentier.
Pero lo más curioso ocurre con sus catedrales, ellas parecen estar construidas con los cristales propios de las lucetas de medio punto, las ojivas o los rosetones de los palacios e igle-sias de La Habana colonial; y en ellas se advierte, cómo las gruesas pinceladas de infinitos colores —rojos, naranjas y verdes tenues— aparecen opacadas por un azul índigo, en una obra que resulta cercana. En cada una de ellas el concierto colorista varía con diversos diapasones de contrastes, enmarcados por contornos en negro, también de grueso trazo.
FESTINES, COLOR DE CUBA Y CARNAVALES
La mirada inquisitiva en pos del arte lo llevó a un rápido encuentro de sí mismo y a un estilo muchas veces imitado, pero siempre irrepetible. A finales de la década de los 40 soltó amarras y enfocó con un lenguaje figurativo, impregnado de cierto concepto costumbrista de las fiestas populares, en la serie que denominara Festines, realizada al pastel, una técnica con la que pudo lograr un vistoso colorido que luego adquiriría luminosidad esplendente en lo que devendrían estos personajes, trazados, años después con otras técnicas y modos de hacer. Fueron estos los óleos que integraron Color de Cuba, en 1978, después, la eclosión cromática de sus Carnavales, en la década de los 70, en los cuales utilizó personajes del cabildo habanero, como los íremes o diablitos, la cebra y la mojiganga, en un panorama de alegría, donde el ritmo parece escuchar los bongoes, en cuadros que componen una de las vertientes de la muestra mencionada, en colores inéditos del poeta de secretos matices.
COINCIDENCIAS Y CONTRASTES CON AMELIA
Aunque ambos utilizan los contornos negros en determinados momentos, Portocarrero y Amelia, de mayor grosor en Amelia, no solo para destacarlos del contexto, sino para realzar determinados elementos, ambos mantienen su estilo, lenguaje e inspiraciones, con una luz diferente. Amelia con una brillantez como característica, Portocarrero tamizándola y bus-cando en ella el diálogo de matices, a partir de armonías y contrastes. Ella, con preferencia de interiores, él buscando en el exterior el escenario casi habitual de sus cuadros. Ella sin buscar efectos texturales, sino recreado lisuras, él —sobre todo en las ciudades—, buscando el impacto de texturas en el abigarramiento de sus ciudades, a fuerza de espátula, sobre to-do en los óleos sobre lienzo.
¿CÓMO HABRÍA SIDO EL IMAGINARIO DE PORTOCARRERO, DE HABER NACIDO EN OTRO PAÍS?
Al contemplar sus obras, una y otra vez, siempre ha persistido esta interrogante en mi mente. ¿Cómo habría recreado la bruma de Londres, o el bullicio de una ciudad donde el arco de triunfo compite con la torre Eiffel y con el enigma de la Mona Lisa, en París? ¿Quizá habría buscado ángulos insospechados para visualizarlos en tonalidades jamás imaginadas? ...Lo cierto es que la cubanía, el amor a lo suyo, vibraba en cada obra rubricada con su firma: Portocarrero, desde sus mujeres, hasta sus ciudades y sus carnavales, donde la percusión casi se escucha en la luminosidad y, por encima de todo, en su Color de Cuba.
Mercedes
25/2/12 9:15
Uno de los pintores cubanos que más me gusta. Tenía una reproducción de La Flora, quisiera recuperar una de buena clalidad para adornar mi espacio.
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