A 115 años de su nacimiento, en Idaho, Estados Unidos; Ernest Hemingway sigue teniendo una historia de amor con Cuba. No podemos explicarlo, pero la fascinación es mutua. Para los cubanos es Papa, reconocible por su sempiterna barba blanca y su tabaco, alimentando el imaginario popular como uno de los personajes que te puedes encontrar acodado a la barra de un bar de la Habana de los años 50.
Cuando me tocó cubrir el 14 Coloquio Ernest Hemingway en 2013, supe por primera vez de la hermandad de los Papa, unos medio tiempo norteamericanos que llevaron su entusiasmo por el autor de El viejo y el mar hasta el punto de asumir su apariencia.
Tuve la suerte de conocer a dos ganadores y un aspirante del tradicional concurso que auspicia el Sloppy Joe's de Cayo Hueso: un actor que ganó en la versión joven y que luego se convirtió en el mejor intérprete del Premio Nobel; un carismático dueño de un bar que repite todos los años y un sencillo habitante de Tampa que meses después se llevaría a casa el tan preciado premio.
De esos encuentros rememoro a Stephen Terry —el Papa 2013— confesándome que uno de sus recuerdos más preciados fue el llegar a Cuba y recibir un abrazo de un perfecto desconocido, quien reconoció en él a la viva imagen del escritor.
“Fue mi primer día en La Habana y lo recuerdo como algo muy especial, algo que Papa me regaló”. Y yo me puse pensar en cuántas historias parecidas a la suya puede haber por ahí.
Hemingway (21 de julio de 1899-2 de julio de 1961) llegó a Cuba por primera vez en 1928, por entonces con 29 años, pero no sería hasta 1932 cuando el mar y el hotel Ambos Mundos se volvieron parte de un nudo que lo ataría fuertemente a la isla, un lazo tan apretado que luego se volvería su hogar por más de dos décadas.
Finca Vigía fue el paraíso donde concibió y escribió obras maestras. Pocos saben que fue Martha Gellhorn, su tercera esposa y también periodista, quien la descubriera para él, cansada de las habitaciones de hotel en la ruidosa Habana Vieja. Hemingway adoraba esta propiedad: su fortaleza y refugio, hogar donde sus hijos jugaban con los niños de San Francisco de Paula y sus gatos hacía literalmente lo que les daba la gana.
Tanta empatía logró con esta isla “larga, hermosa y desdichada”, que cuando ganó el Premio Nobel en 1954 lo dedicó a su gente de Cojímar, pueblo pesquero donde tenía anclado el Pilar, su legendario yate, con el que salía a cazar submarinos nazis y en el que quizá se le ocurrió por primera vez que podría contar una historia sobre un viejo pescador y un gran pez, el mismo barco que hoy vegeta en el museo que antes fue su casa.
Los cubanos lo recordamos cercano. A cada rato se nos presenta como una imagen que no podemos borrar. No importa que sea tras el sabroso choteo de Más vampiros en La Habana, en una estatua acodada a la barra del Floridita, donde dicen que tomaba su daiquirí; o como leitmotiv en la aclamada película de Fernando Pérez, Hello Hemingway.
Quién sabe qué hubiera dicho si hubiera sabido que sería el causante de que tantas personas se enamorasen de Cuba como él lo hizo, o de que fuera puente entre voluntades y personas que habitan dos países antagónicos. Quizá le hubiera divertido, siendo tan irreverente como era. A lo mejor le hubiera complacido.
Hace poco volvió a ser noticia. Por primera vez en 50 años el departamento del Tesoro de Estados Unidos permitía que Hollywood llegara a filmar en Cuba. El nombre de la película era Papa.
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