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domingo, 17 de agosto de 2025

La canción de los hibakushas

“Recuerda mis palabras, tal vez yo vuelva, /Te amo, abandono lo material, soy como algo incorpóreo, triunfante, muerto”...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 16/08/2025
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Sombras atómicas
Sombras atómicas (National Geographic)

Vayamos al siglo antepasado, a una esquina de una villa del centro de una isla desde entonces perdida en sí misma y con una historia en construcción dentro del precario desasimiento del tiempo; pensemos en ese lugar donde una familia con aires de la época se ha retratado y usaba los mejores atuendos, esos vestidos y trajes que les parecieron modernos, caros, llenos de atractivo; digamos que luego de la sesión de fotos ellos se retiraron a sus aposentos a las tres de la tarde en medio del sol del verano que por entonces no era tan duro ni tan cínico en sus iridiscencias acosadoras; sintamos por un instante que estábamos allí y los conocíamos y que quedamos fuera del enfoque del fotógrafo, pero llevamos en la memoria ese flash arcaico, como una explosión seca, que dejaba un olor típico, un olor a olvido.

 

La esquina ha evolucionado, ahora la ocupan los mercados y los seres de este tiempo. La casa de la familia ya no existe, es un falansterio cadavérico en el cual pululan varias personas caotizadas por la crisis y la ausencia de oportunidades. En el zaguán donde estaban los muebles de caoba y las cortinas, donde se colocaba la tetera a las cinco de la tarde a la manera inglesa, donde alguien decía un chiste con una página del diario en sus manos, donde se declararon los novios en secreto su amor, donde la boda se celebró y hubo celos y quebrantos en quienes quedaron fuera del marco de esa felicidad, donde alguien dijo que iría de vacaciones a Europa el mes que viene; ahora hay una madeja desvencijada de tarecos que no se pueden definir y que están poblados por insectos, grasas de índole inenarrable, bosques de pequeñas yerbas, piedrecitas que se descomponen con los golpes del agua, el sol, el sereno.

Este pudiera ser el paisaje urbano de cualquier ciudad, donde la paradoja de la memoria traza un recorrido en forma de parábola con un ascenso, una cumbre y el descenso que parece interminable. Un abismo se traga los restos y los deglute para convertirlos en nada y regenerar el magma del cual está hecha la realidad.

 

Nací en esa esquina en 1988, la conozco bien. Mi casa estaba unas puertas antes de llegar a la escena de la foto. Recuerdo que, incluso, el poste que antes era del telégrafo se tornó telefónico, pero llevaba aún las marcas de su uso primigenio. Los más viejos contaban sobre el nombre antiguo de la calle: San José. Para ellos, todo había cambiado y el tiempo era un dragón de inconsistencias que les había vomitado un presente peor que el pasado. “Aquí estaba la quincalla de José el gallego, allá una peletería y en la esquina siguiente y justo debajo de un toldo había una gasolinera”, decía uno de mis vecinos más antiguos. Sus ojos de obrero jubilado de una dulcería se movían sobre las viviendas mientras recitaba el rosario de siempre: personas fallecidas, idas del país por diversos motivos, mudadas de barrio y luego olvidadas, divorciadas, llenas de caos, contorsionadas por la desmemoria y puestas en sitios lejanos y sin trasfondo. La esquina de la fotografía fue una farmacia, luego lugar de viviendas, un bar, un centro nocturno, un almacén de trastos. Todo eso a la vez conforma una masa de ideas que al final pierden el sentido y por tanto no merecen contarse.

 

Cuando se produjeron los lanzamientos de las bombas atómicas en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, se observó un fenómeno de otra lógica más allá de lo definible: las sombras de las personas que estaban detenidas en ese instante permanecieron marcadas en aceras, calles, escaleras, paredes. Imagino que caminar por una de esas urbes debe ser como revivir existencias que no nos pertenecen, darles la oportunidad de abordarnos desde su rincón y de esa forma romper el silencio que les impuso la guerra. Nadie tiene la culpa de que la memoria se plasme de maneras impredecibles, llenas de pavor (tanto que dan deseos de volver el rostro). Más que sombras atómicas, las fotografías son gestos del tiempo, pero igualmente poseen la posibilidad de dejar un rastro, más aún cuando no se ensaya la pose y el obturador se disparó sobre un grupo que caminaba al azar en una plaza o una calle.

 

La esquina no posee las sombras marcadas en el suelo ni las paredes, pero si raspamos en la pintura de los edificios hallaremos otras capas de pintura. El juego de las historias nos conduce a la idea de una muñeca rusa que contiene a otras infinitamente hasta que el viaje se alargue y nos ofrezca una luz amortajada bajo el sol de las tres de la tarde de un trópico ofensivo. Cuba es una isla que pareciera por momentos recibir dos bombas atómicas de desmemoria que no logran hundirla, ni borrarla del todo. En los cayos llenos de una maleza porosa y vagabunda, donde los cangrejos se adhieren a las raíces y el sol cae en ángulos con abundancia rococó; en las islas que conforman los archipiélagos donde un perro jíbaro duerme debajo de una planta umbrosa; en los abrevaderos y las colinas, los cuales caminan con una constancia que no podemos ver, pero se dirigen a través de un túnel de luz y oscuridad; en esas ciudades con cayos y dientes de ladrillo que caen en la mañana junto al rocío; Cuba sobrevive y proyecta los bálsamos para que las sombras no sean su única verdad. Sin embargo, nosotros nos podemos ver repetidos en miles de paredes con los tiznes atómicos de una cotidiana existencia, quizás dibujados por un autor que nos odia en secreto.

 

Una de las sombras pudiera ser el gallego dueño de uno de los establecimientos. En realidad, se trataba de un criollo hijo de asturianos que a fuerza de ahorro heredó el negocio de sus padres y lo conservó hasta donde la historia le dijo basta. Ese espectro se une a otros que caminan en la misma calle, de día o de noche, y nos acompañan en los cortes eléctricos con sus canciones que no podemos oír. Mi vecino, el que reza todo el devenir del barrio, es un fiel creyente de las almas. En su cuarto había unos cuadros de sus antepasados hasta la primera mitad del siglo XIX. “Ellos también susurran melodías cuando se va la electricidad, si tienes calma los escuchas”, decía, mientras se abanicaba con un pedazo de cartón contra los mosquitos.

 

En Japón a los sobrevivientes de las bombas atómicas se les conoció como hibakushas. La existencia de ellos estaba marcada por la increíble capacidad del humano de salir de las tragedias y dificultades, pero también por la discriminación, el miedo, el estigma de la radiación y sus enfermedades genéticas asociadas. Hibakusha significa “persona bombardeada” y ese terrible instante en el que un país entero se tambaleó ante el empuje de la tecnología más mortífera les traía sensaciones de dolor a todos. Eran los monumentos andantes de un pasado que se quería negar, tapar con capas de pintura y con edificios comerciales, pero los bombardeados seguían allí. Ellos y las sombras en las calles eran el testimonio de la fragilidad nacional, de la precaria huella que dejamos en este mundo y que en muchas ocasiones no podemos controlar, predecir, prediseñar para hacerla más amable y acorde con lo que se aviene con nosotros. La historia recoge más de 500 mil hibakushas, registrados de forma fragmentaria y furtiva, pues muchos escondían ese estigma de la mirada institucional. Han ido muriendo, mayormente a causa de cáncer, tan asociado a la radiación. ¿Cómo serán sus canciones?, ¿se parecerá a las del gallego que puede oír mi vecino?

 

En el siglo antepasado, en una villa cubana y a pocos metros de un poste del telégrafo, la memoria se hacía tangible. Una familia recibía en tapa dura la foto que juntos se habían tomado. La colgaron en la porción más amplia de la vivienda, a la vista de todos los visitantes. Estaban orgullosos. La acción del polvo, no obstante, ya se había conectado con los átomos de la fotografía e iniciaba su trabajo erosivo. Cada uno de los integrantes de la familia se adentró en el mismo túnel, sin que las sombras quedaran al menos de forma visible en paredes y calles. Lo que era memoria se hizo desmemoria, desmoronándose bajo el efecto de bombas que desintegran los cuerpos.

 

Supongamos que somos esos hibakushas cubanos, los sobrevivientes, esos que queremos contar los impactos de luz y de oscuridad, pero que nuestras canciones no traspasan el mundo de los vivos. Creo que, en ese caso, habría que conformarse con aparecer en alguna fotografía vieja, llena de las huellas de la degradación y el polvo, porque eso es lo que más se parece a las sombras atómicas. Alguien se pararía en uno de esos barrios a mirarnos con las mismas interrogantes: ¿quiénes son esas personas raras, que visten ropas de colores poco orgánicos, con bocas que parecen estar en un silencio impuesto y los ojos llenos de una misma ilusión?

 

“Recuerda mis palabras, tal vez yo vuelva, /Te amo, abandono lo material, soy como algo incorpóreo, triunfante, muerto”, dijo Walt Whitman en el último poema de su libro “Hojas de hierba”. Y uno hasta quisiera que esos versos fueran la canción que un día nos toque murmurar cuando estemos del otro lado.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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