Cuba, nombre con que sus primeros habitantes llamaron a la mayor de las Antillas, fue uno de los territorios que primeramente acogió la llegada del hombre blanco al continente, tristemente este llegó con sed de oro, el 27 de octubre de 1492. En tal sentido se encontraron cara a cara dos culturas totalmente diferentes. Lo que parecía el inicio de una nueva etapa de progreso social en la humanidad, se convirtió en la barbarie de una cultura sobre otra.
Los aborígenes comenzaban a vivir así sus últimos días de libertad, la esclavitud bajo la cruz católica defensora de los intereses económicos de la corona española, sería la nueva y triste forma de vida de los habitantes originarios de Cuba y el resto del nuevo mundo.
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Aunque la vida de los primeros habitantes de América generalmente se caracterizó por la nobleza en su comportamiento. Los Cronistas de Indias no siempre narraron exactamente los acontecimientos relacionados con la vida aborigen y en ocasiones, la deformaron, representándolos como salvajes y agresivos, nada que ver con los primeros habitantes del continente, que, en ocasiones, solo respondían con la rebeldía necesaria a la esclavitud y la barbarie que le habían impuesto los colonizadores, como asegura el prestigioso historiador cubano, Eduardo Torres Cuevas.
Al fin el 16 de agosto de 1514, alguien se atrevía a levantar su voz ante tanta injusticia y barbarie, no era un indígena, no era un político, era nada más y nada menos que una autoridad eclesiástica, que se cansó de comulgar con la injusticia que su propia doctrina religiosa respaldaba por unas monedas de oro manchadas de sangre inocente. Aunque esto contrariara los principios teológicos que predicaran.
Nos referimos al fraile dominico Bartolomé de las Casas, hombre de elevados principios humanistas, capaz de defender la verdad y la justicia ante el encomendador o el rey más poderoso. De tal sensibilidad, que sentía en carne propia el maltrato que sufrían los aborígenes por la voluntad del colonialismo ibérico.
De él, el apóstol de la independencia cubana expresó en su artículo “El Padre Las Casas”: ─Ni merienda ni sueño había para las Casas: sentía en sus carnes mismas los dientes de los molosos que los encomendaderos tenían sin comer para que con apetito les buscasen mejor a los indios cimarrones: le parecía que era su mano la que chorreaba sangre.
Pero aquel 16 de agosto no había miedo, Bartolomé se erguía como el protector del hombre indígena y allí en la Villa de Espíritu Santo, expresó su sermón, con la dulzura de un hombre de bien y el filo de la verdad. Denunciando públicamente las injusticias y crímenes que se estaban cometiendo contra los indígenas en nombre de la evangelización.
Así comenzaba una vida comprometida totalmente a la protección de los derechos indígenas, sentando las bases de la promulgación en 1542 de la Ley de Protección de los Indígenas, la que generalmente fue ignorada por el conquistador español. Pero que al menos garantizó la existencia y protección de algunos remanentes aborígenes, evitando el exterminio total de los mismos.
Además, sumó a su lucha y su voz la de otros frailes que en diferentes momentos colaboraron con él y continuaron su misión de defender al aborigen americano. Las Casas hoy continúa siendo un referente necesario en los movimientos por la defensa de los pueblos indígenas, al que aún les intentan expropiar sus tierras y sus derechos en pleno siglo XXI.
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